domingo, 28 de noviembre de 2010

Maldición (versión final)

Puedo decir que aprendí a putear y a comer casi al mismo tiempo, y no en mi casa sino en el trabajo de mi abuela.

Mi abuela era como cualquier abuela, de esas que te llenaban de caramelos y se paraban en todas las vidrieras del barrio para ver qué te podían comprar, pero también era esa señora que se iba a trabajar a las cuatro de la mañana cuando los perros todavía duermen y en la calle no hay ni sombras. Era cocinera, de esas de gorro alto blanco y delantal atado firme en la barriga, con su sola presencia parecía que hasta el humo de las ollas salía ordenado en la cocina. Entre el personal de la confitería le decían la comisaria, hombres y mujeres le temían por igual, algunos decían que el filo de sus cuchillas era casi igual que el de su lengua. Ella lo sabía y se reía, creo que le gustaba que le tuvieran miedo.

Por esos días en que las ollas no tenían menos de 25 litros, las hornallas eran mecheros y los pollos se compraban por cajones, aprendí comer y a putear así, al por mayor. Apoyaba el mentón en la mesada de madera justo al lado de la cuchilla de Rosendo, el ayudante primero, ancho y alto como la puerta de la cámara frigorífica y el único varón en los dominios de mi abuela. Él se hacía el que no me veía, pero cada tres salmones fileteados, una lonja iba a parar al alcance de mis dedos largos. Mudo, casi nadie le conocía el tono de voz, salvo cuando alguna osaba dejar sucias las rejillas, entonces ronco decía Cachipeló vení pa cá a la nuca de la culpable. A mí me resultaba divertido cómo sonaba y me había inventado una canción que repetía mientras saltaba al elástico en el patio de la escuela cachi peló cachi peló, mientras hacía la tijereta. Mis días de cantautora duraron poco, la señora del kiosquito, que era correntina como Rosendo, advirtió a la maestra y me pidieron el cuaderno de comunicaciones. Mi abuela me hizo prometer que sólo iba a volver a cantar cachipeló en las vacaciones de invierno y los feriados escolares. No entendí por qué pero dije que si, y enterré mis ganas de ir a Cantaniño con mi hit.

Detrás de la máquina de picar carne, con el mortero como apéndice de la mano izquierda, estaba la turca Sara. Era petisa y retacona, corta como patada de chancho decía mi abuela. La turca cada vez que se le pasaban de tostado los bocaditos de seso escupía un Yijil, y yo contenta devoraba los demasiado morochos. Una vez le pregunté por qué separaba a los más oscuros y me dijo que en la cocina como en algunos barrios, los oscuros no eran bien vistos. Le quise preguntar también qué era Yijil varias veces, pero cada vez que arrancaba a preguntar me ponía a pelar huevos de codorniz, una de mis actividades favoritas. La sensación de meter las manos dentro del agua tibia para atrapar un huevo y después suave hacer crujir la cáscara hasta desprenderse me encantaba y me hacía olvidar por un rato de las preguntas.

A pesar de los mimos de la Turca, mi favorita era María. Alta y flaca, con el pelo renegrido y los ojos de un marrón que parecía común pero que cada tanto me dejaban ahogada de sorpresa porque podían lanzar destellos de plata (eso pasaba cuando cantaba y hacía palmas suavecito en la jaula para que no la escucharan). La jaula era el depósito que estaba al final del final de esa confitería inmensa. Era una habitación de ventanas tapiadas y con una pared de alambre hasta el techo que oficiaba de entrada. Ahí María, que era andaluza, me contó que la habían traído desde el otro lado del océano dentro de una valija porque a su mamá no le alcanzaba la plata para un pasaje más, que el barco en el que venía naufragó en Brasil, y que a la valija y a ella la encontró una familia que la trajo por tierra a Argentina. María tenía historias que empezaban divertidas y siempre terminaban tristes, pero ella me las contaba riéndose, eso me daba un poco dolor de panza pero también me gustaba. Otra cosa que me gustaba era su radar a prueba de robos. En la jaula había millones de latas, botellas, manteles, vajilla, en un desorden tal que era imposible creer que con solo entrar María supiera que faltaban dos latas de atún del bueno y tres de palmitos. En ese momento salía a tranco largo para adelante al grito de A tomar por culo mientras me dejaba comiendo castañas de cajú sentadita en una pila alta de manteles para que las lauchas no me rozaran los pies. Al rato volvía acunando las latas recuperadas a bailar y cantar como si nada hubiese pasado.

Sólo una vez la vi enojada. En la cocina todo estaba igual salvo por Rosendo que silbaba un chamamé rápido y dulzón. Yo me acordaba que en un capítulo de Daktari dormían a unos leones bravos haciéndoles escuchar unos discos, la música calma a las fieras, decía el señor que vivía en una casa en medio del África y algo debía saber al respecto, pero funcionaría allá porque acá, nada: María iba y venía por el pasillo que separaba la cocina de la jaula como una leona furiosa al ritmo de la silbatina de Rosendo, pensé que iba a dejar un surco en las baldosas. En un momento me pareció que se cortaba la luz y nos quedábamos a oscuras, pero no, era la melena negra embravecida de María que tapó hasta los tubos fluorescentes. El ir y venir se cortó y decidida enfiló hasta la mesa central, miró directo a los ojos de Rosendo, y le gritó: Ojalá te enamores!

Un silencio espeso colmó la cocina. Ni siquiera mi abuela abrió la boca. La turca Sara me agarró de la mano y me llevó al patio de la confitería, donde los panaderos improvisaban un picado con bollos de masa viejos. Yo me tragué de un puñado lo que quedaba de castañas pero no solté la lata, no quería hacer ningún ruido. Después de un rato me animé a preguntar: Qué dijo María, Turca? y Sara me contestó: Le echó encima la peor maldición gitana. Yo quise preguntar de qué se trataba pero Sara esta vez ni siquiera me mandó a pelar huevos, sólo me agarró las manos y las puso sobre su falda, reteniéndolas como si así retuviera también mi voz. No pregunté más.

Después de esa tarde, Rosendo se fue por unas semanas a Corrientes y a María mi abuela la puso a picar cebollas en la mesa central, bien pegadita a ella. Llegué a pensar que de tanto picar y llorar, María se iba a secar como las plantas del cantero de mi casa. Pasaron dos semanas, Rosendo volvió de Corrientes más colorado y callado y María volvió a cantar bajito pero ya sin bailar ni hacer palmas. Durante un tiempo ensayé todas mis monerías para ver si retomábamos nuestra rutina de tardes en la jaula, pero no hubo caso.

Al poco tiempo, el jefe de personal vino y avisó que María no iba a trabajar más. Yo sentí que la panza se me vaciaba de golpe: se fue sin despedirse, dije y mi abuela contestó mejor así. La miré con bronca y me fui cantando a los gritos cachi peló cachi peló corriendo para el fondo. Al rato apareció mi abuela en la puerta de la jaula con las llaves en la mano, yo tenía la cara tirante por las lágrimas secas y no quería mirarla. Abrió el candado, me alzó como cuando era chiquita y se sentó en unos cajones de coca cola vacíos, yo me acurruqué como pude en su falda, mis piernas arrastraban. Nos quedamos así un rato largo, hasta que me preguntó si quería castañas. Nos comimos juntas media lata.

domingo, 5 de julio de 2009

me siento a escribir e intento
huir de las chicas que juegan
la gran plath de cotillón
cuentan confites
el olor a concha de la amiga
(cuánto gusta)
los cachetazos del ex
siempre borracho
macho
talentoso para el desquite

corro y no llego
como dice doña ine

a quién le importa si estás ovulando

borrador

La gabardina no cede y la molestia ya es indisimulable. No porque la tenga muy grande (con cuarentitantos de mingitorios y algún que otro vestuario sabe que entra en el grupo de los estándar tirando a chico, aunque puede asegurar a quien quiera oírlo que no ha recibido quejas, calcula que gracias a su afán de cumplidor, siempre que se le dé tiempo y aire aclara a la que parezca ansiosa) sino porque la tela se ensaña en estar tanto o más dura que su pija. El afán evangelizador de testigo de jehová recién estrenado con el que Flora le apresta la ropa es comparable sólo a la dedicación con que Romina, en un par de horas, lo va a chupar hasta que pida basta.

Decide caminar estirando el paso para ver si afloja pero no, entonces no le queda otra que con la mano derecha tirar de la tela a la altura de la bragueta al tiempo que se apoya en la punta de los pies y se eleva unos centímetros. El movimiento produce un efecto curioso: al despegar el pantalón por la ingle y levantar los talones del piso recuerda a uno de esos souvenirs que venden en la recova de la bristol y en alguna que otra manta en la plaza de salta, esos muñequitos de madera a los que si uno tira por los pies, se les para la poronga desmedida para que las tías rían sonrojadas mientras devoran los alfajores de fruta.

Mira el reloj, todavía faltan dos horas para que se encuentre con Romina en algún bar del centro, se sienten en una mesa alejada de la ventana, pidan un whisky con un hielo y un agua sin gas para ella y él acompañe con una estela para no desafiar a los dioses (sólo un par de veces se rindió a la azul promesa del sildena y el dolor de cabeza no lo abandonó por tres días). Ya con la garganta en precalentamiento, le va a sacar de a uno todos los sufrires, porque Romina no tiene historias, tiene dramas y dramitas que desgrana en un tono neutro con una pátina ácida que la deja sonreírse de vez en vez, una forma de contar que divide a los interlocutores entre el miedo y el espanto, porque en ella todo da para placa roja de crónica pero lo cuenta con el profesionalismo y la seguridad de una presentadora de la deutsche welle. A él eso lo fascina pero también lo asusta, refrena la primera náusea (siempre fue flojo del estómago, su madre todavía recuerda cuando en días de crecida, allá en atalaya, al compás que subía el río vomitaba lo que tuviera a mano) y sigue mirándola sin verla, oliéndola a través de la madera de la mesa, de los levis gastados, de la tanga, del medio mundo y cuatro baldosas que los separan.

Enredado en la entretela de la memoria, buscando la punta del hilo que desande el camino que lo lleve del olor al roce de sus dientes y de ahí al brillo de la transpiración entre las sábanas usadas y a las uñas clavándosele en la espalda, en esa tarea está cuando escucha el teléfono.
Un mensaje de texto:
ya están los pasajes!

Dos horas faltan para ver a Romina y perderse entre sus sombras, un poco menos que las doce que faltan para viajar con su mujer en plan segunda luna de miel

buenísimo contesta nos vamos a querer en madrid

*

Se para en el borde del cordón de la vereda, balanceando el peso del cuerpo desde la punta de los dedos a los talones. Va y viene hasta que queda suspendida con los músculos en guardia, listos para dar un salto digno de zapatillas de punta y tutú. Pero está en el microcentro que todo lo ajusta y el envión sólo es de la mirada que como Mao da el gran salto hacia adelante y se choca con su propio reflejo recortado en el gris del ventanal financiero. Entonces ensaya poses: estira el cuello, mira sin ver hacia los costados, levanta el mentón desafiante. No es linda, pero tiene la habilidad de hacerte creer que sí (una vez le confesó a un amante que desde chica, cada vez que sale a la calle, se sale de sí y se ve a través del lente de una cámara que imagina ahora en ese zaguán, después en la ventana del bar, unas cuadras más allá en un poste de luz. Que camina en la búsqueda del plano adecuado para que desde el taxi que espera el verde su figura quede en marco, y tal vez se repita en la retina de ese nadie mucho más tarde). Se demora, el encuentro con Franco la tiene ahogada de bronca y pena desde hace días. ¿Cómo llegaron hasta ahí? La culpa la tiene ella, entrenada en las telenovelas de la tarde, debería haber sospechado que todo venía raro cuando la primera vez que él se acerco lo suficiente como para olerle el cuello, a sabiendas que en minutos más la iba a tener en cuatro en una cama alquilada a orillas de palermo, le escuchó un suspiro agudo y corto, como de llorona cansada en velatorio italiano. Demasiado teatro, pensó, pero lo dejó hacer.

Y ahora ahí está, sobre avenida de mayo, llenando una ficha con nombre falso. El conserje le avisa que es en el segundo piso. Ellos se van a querer en madrid, pero antes me coge en el Ritz piensa, mientras ensaya el último giro frente a la habitación 23, y sin golpear, entra.


*

Flora plancha y la mira como aquella vez, cuánto pasó? ya diez años? El limonero que ahora dibuja sombras chinescas a través del ventanal de la cocina no rankeaba ni para plantín cuando Franco hacía las valijas para pasar unos días de reflexión en la casa del country mientras ella se quedaba llorando abrazada al contestador donde había encontrado los mensajes de la otra.

Pasaron 10 y vuelve a pasar, pero ahora es diferente, Flora -tiene ganas de decirle mientras le acerca el apresto para que empape bien la ropa como a ella le gusta- Porque es como cuando voy al galpón del Ejército con Marita, recorro, miro, mido y entre todas las porquerías elijo esa silla thonet con las patas flojas y el esterillado comido por las ratas. Por qué traigo esa basura a casa si puedo comprar lo que quiera? Porque yo elijo salvarla. Esa silla destartalada con destino de relleno sanitario en el CEAMSE, inútil en su soledad de silla sin bar ni barra ni parroquiano que la acune, es rescatada por mí que la veo que está fallada pero la llevo igual, porque soy así: bu-e-na -y cree que se le escapó en voz alta, un buena vocalizado lento y abierto- Esa silla está en deuda por siempre, y aunque no se diga, en cada café servido antes de salir para la oficina, en cada toalla alcanzada al borde de la ducha, en el sexo de costado antes del buenas noches de la medianoche, en cada gesto está grabada la oración "Silla, no sos digna de que entres en mi casa, pero una palabra mía bastará para sanarte y hacerte pagar las cuentas de ésta, la anterior, la que viene y todas las vidas que imagines"

Todo eso le explicaría a Flora que la mira así, como hace diez años, pero se le hace tarde para llevar a los chicos al colegio y con esa mirada basta y sobra.

martes, 24 de marzo de 2009

intento último y vano, el de refundar la historia en patas

los pies frios y húmedos
dejan marcas sobre el mosaico

las dicroicas, sobre el retrato,
iluminan recuerdos ajenos

navidad 88
cancún 92
brooklyn, sin fecha

lo que no compartimos
ahora lo quiebro
líneas a pulso
tajos gastados a reverencias

mientras de afuera
llegan
secas
las risas

acá
fría y húmeda
casi respiro
desde el balcón
armo el mapa de los insomnes

las torres no brillan en los contrafrentes
sólo el titilar de las teves
acuna los sueños cortos
del dos ambientes
dormitorio en suite

afuera
una luz de pucho
se pierde a contramano
por la avenida vacía

señal de otra vida
que sobrevive
a esperas

brilla en la oscuridad

brillos distantes

Se siente así como en tus diez, cuando llegó tu tío con una bolsa de cañitas voladoras la tarde del 24.

Hasta esa navidad no te habían dejado jugar mas que con unas estrellitas que alumbraban menos que los bichitos de luz (¿ya no hay más? en Glew no se consiguen ni en las zanjas, se fueron con el loco Gómez y los naranjú, difícil explicarle a un pibe qué era un bichito de luz).

Te pasaste toda la comida contando con los dedos como pianito los minutos que faltaban para que llegaran las doce. Te aguantaste patear a tu hermana por debajo de la mesa, dejaste las etiquetas del vino sin despegar y comiste hasta el budín de arroz seco que preparaba tu vieja con tal de que no hubiera nada que empañara el momento.

Se hicieron las doce y lo viste a tu tío ir con la bolsa para la vereda. No corriste detrás porque no querías mostrarte taaaan contenta, porque sos así, se quiere hacer la durita decía la maestra.
Te acercaste despacio y esperaste que encendiera la mecha. Y encendió. La brasa colorada trepando por el hilo parecía que te iba quemando la panza, que ardía desde hacía un rato.
La cañita lanzó un silbido que te asustó, cerraste los ojos y te perdiste el despegue. Rápido, miraste al cielo buscando la luz que era tuya, pero no viste nada, sólo humo.
Los intentos fueron vanos. Ninguna de las diez cañitas que había en la bolsa, brillaron esa noche.

-Están falladas, será la próxima- te dijo tu tío mientras se encendía un pucho y miraba los brillos distantes de los fuegos que tiraban desde la municipalidad.

selección

Caminar por Recoleta
de noche depara

una peluca rubia
dos kiwis
migas de pan francés

¿quién sería de no ser la que soy?

esa otra vida
que sale a encontrarte
de cada bolsa rota
recién abandonada
por ese que va ahí
empujando el carro

lo selecto de las sobras

viernes, 26 de diciembre de 2008

autobombastic

http://www.eluniversal.com.mx/notas/560746.html

martes, 1 de abril de 2008

doble del coco

Me despierto medio ahogada. Suelo dormir despatarrada y siempre termino con las sábanas hechas un bollo en los lugares más inesperados, asi que todavía con los ojos chinos tanteo el cuello para ver si tengo anudada la funda de la almohada pero no, increíblemente está todo como en cama del próximo número de Living Dormitorios.

Pego los tres saltitos hasta el baño, me lavo los dientes y después del tercer enjuague trago un buen sorbo de agua. En mi casa si querés tomar agua fresca no hay nada mejor que la canilla del baño, sale como de la bomba que había en el fondo de lo de mis abuelos, allá en extremadura sur. Pero nada che, tengo el desierto del sahara en el fondo de la garganta y el trago apenas pasa.

Ya camino al subte de mis desvelos, le echo la culpa al guiski, vengo un promedio jodido de dos punto seis al día, me veo haciendo el doblaje del Coco Basile para Fox Internacional. Mientras calculo cuánto cobraría y posta que no sería mala changa, llego woman del Callao a mi estación rendición. Esquivo al punga amigo, cabezazo-saludo al diariero, media sonrisa a la señora de seguridad del bar, y el puto ahogo que no se va.

Un O lé con dos medialungas le digo a la piba que se acerca en el bar de todas las mañanas y me dice Perdoname no te escuché

Un O lé con dos medialungas repito y la piba me mira como si estuviera ante una refugiada chechena sordomuda y ciega

En ese instante de cruce de miradas desconcertadas, siento que empieza a soplar viento en el magreb interior y que la arena avanza por la faringe. Que se atasca en las cuerdas vocales y acumulada se vuelve piedra. Que las venas del cuello se tensan, el tatuaje se ensancha, las mandíbulas aprietan. El ahogo afloja, y me largo a llorar.

Los dedos de Cata

Qué fingers, vení a mirar Paddy! gritó Stella girando la cabeza lo suficiente como para permitir que su voz finita y aguda como el chirrido de las verjas sin aceite que monopolizaban la cuadra se internase en la sombra fresca del corredor. Esa forma de girar la cabeza le producía a Cata, la dueña de los dedos, una sensación de malestar corto pero tenaz, como cuando comía helado directo del cucurucho sin la mediación de la cuchara. Nunca pudo explicarlo muy bien, pero llegó a pensar que el dolor agudo que comenzaba en las encías y subía hasta la sien tenía que ver con la combinación de ese cuello de goma que parecía inhumano, de títere de kermese (siempre le había tenido miedo a cualquier tipo de muñeco) con ese agudo que remitía a vigilancia, pues ninguna casa de la cuadra aceitaba las clavijas en una suerte de autocontrol vecinal por el cual todos sabían siempre quién entraba, quien salía, a qué horas y por cuánto tiempo.

Mientras Cata intentaba en vano zafar sus manos de entre las manos de Stella, la oscuridad comenzó a tomar forma. Primero como de fantasma de sábana de dos plazas, después de oso ancho y retacón como el de los dibujitos a la hora de la leche, hasta que salió al pleno sol guacho de las tres de la tarde un hombrecito que pegaba en el poste de ser enano.

Cata decidió no mirarlo, pero cuando Paddy tomó sus manos blancas entre las de él, no pudo evitarlo. Esperaba encontrarse atrapada entre dos pasas de uva resecas pero se sorprendió con el agarre amigable, firme pero no brusco de dos manos suaves y blandas. Entonces subió por el brazo gordo hasta el lugar donde debería haber estado el hombro y el comienzo del cuello pero se encontró con una cabeza cuadrada, desmedida y con un ojo grande, celeste y perfectamente redondo como el botón huérfano del batón de cualquier abuela al sur del riachuelo. Del otro ojo, sólo un tajo zurcido. Entretanto, Paddy hizo su propia inspección sin prestar atención a los saltitos ansiosos que Stella daba en el lugar, miró las manos de costado, de frente, por arriba y por debajo y dio su veredicto:

Si, empezamos mañana

Así fue como Cata comenzó a salir de su casa todas las siestas, y luego de amortiguar el agudo de la puerta poniendo el empeine del pie por debajo de la reja justo antes de correr el pasador, trotaba sin mirar a los costados por el corredor oscuro y fresco hasta la habitación del fondo donde la esperaba Paddy rodeado de pilas de partituras, Stella sirviendo el té frío y en el centro, el piano. Al mes logró tocar el Claro de Luna con los ojos cerrados, Paddy sólo gruñía pero por el golpecito acompasado sobre la carpeta de solfeo, ella supo que estaba contento.

La rutina se quebró un domingo antes de que terminara el verano. Cata entró como siempre, intentando silenciar a la verja delatora, pero no llegó al fondo. En el zaguán estaban Paddy con su ojo de faro viejo apuntando a la nada y Stella bamboleándose en la silla de atrás hacia adelante con un impulso tal que las moscas que intentaban una parada táctica a la sombra salían chocándose espantadas.

Para vos, disparó Paddy directo a las manos de Cata un paquete rectangular envuelto en papel metalizado azul. Todavía asombrada por el recibimiento, intentó despegar con cuidado cada una de las tres tiras de cinta scotch pero las manos le temblaban mucho. Stella no aguantó la espera y en un envión para adelante estiro las manos con las uñas listas y se llevó el papel entero. Lo que quedó al descubierto fue lo más lindo que Cata había visto (y lo que habría de ver) en mucho tiempo: un piano sostenido por unas patas torneadas con el final en malaquita y con una tapa patinada en celeste coronada por una delicada guía de flores que terminaba ahi justo donde arrancaba el teclado.

Es de juguete pero ya vas a tener el de verdad, hoy andá y jugá un rato le dijo Paddy en un arranque de verborragia antes de entrar y despedirla hasta mañana. Cata se fue abrazada a su tesoro y hasta que llegó a la esquina de su casa hizo rechinar cada puerta de reja para que todos la vieran pasar. Entró derecho a su pieza y se sentó a practicar con los índices el Claro de Luna en las teclas diminutas. No tardó mucho en aparecer su hermano Toti, un moreno flaquito y nervioso que no paraba de moverse ni dormido consecuencia de, según la tía Lita, un disgusto de la madre justo antes de parirlo. El Toti revoloteaba sacudiendo los brazos como hélices de helicoptero con parkinson intentando llamar la atención de Cata, pero nada distraía a la concertista que se imaginaba en una sala dorada y roja como esa de la foto que le mostraba Paddy en la enciclopedia El Ateneo. Después de intentar con los saltos de rana, el ruido de pedos artificiales apoyando los labios en la cara interna del brazo y hasta el molesto no te toco, el aire es libre, el aire es libre y ante la ignorancia impertubable como única respuesta por parte de su hermana, Toti eligió el camino directo, manoteó el piano y salió corriendo para la cocina.

Cata se paró de un salto y siguió al bulto que a los gritos festejaba ahora sí me das bola y en un recodo del living, justo a la altura del aparador, alcanzó a arañarle la espalda pero no lo suficiente como para detenerlo. Toti acusó recibo con un alarido digno de película de terror de sábado a la noche y se trepó a la mesada, así los encontró la madre que llegaba arrastrando una joroba de pena y la cartera, a cual de las dos más pesada.

Las palabras se le atoraron a Cata piano mío Toti de verdad voy a tener uno y el pequeño no dejaba de gritar, asi que como en esas escenas que uno ve a la distancia y cree que no, que las soñó en una noche de fiebre o de cena muy pesada, la madre tomó el piano de entre las garras de Toti, lo depositó en el suelo de la cocina y de un pisotón lo partió a la mitad:
Ahora hay piano para todos

Toti se fue corriendo a prender la tele mientras la madre abría la heladera para ver qué cocinaba. Cata se quedó arrodillada al lado de las maderas rotas, clavándose las astillas bien profundo entre los dedos, hasta verlos sangrar.

maldición

Ayer trataba de distinguir entre las nueces, los maníes y las almendras que venían en el platito que acompañaba al negroni si quedaba alguna castaña de cajú. Y mientras puteaba porque no las encontraba me acordé de dónde provenía el gusto (el de putear y también el de comer y beber).

Mi abuela fue una gran cocinera, de esas de gorro alto y delantal blanco. A decir verdad lo sigue siendo, pero ahora sólo a escala doméstica. Por esos días en que las ollas no tenían menos de 25 litros, las hornallas eran mecheros y los pollos se compraban por cajones, nació mi adicción. Apoyaba el mentón en la mesada de madera justo al lado de la cuchilla de Rosendo, el ayudante primero, ancho y alto como la puerta de la cámara frigorífica y el único varón en los dominios de mi nonna. Él se hacía el que no me veía, pero cada tres huevos de codorniz pelados, uno iba a parar al alcance de mis dedos largos. Cuando se enojaba su insulto era un Cachipeló tirado a la nuca de la que había osado dejar sucias las rejillas.
Detrás de la máquina de picar carne, con el mortero como apéndice de la mano izquierda, estaba la turca Sara. Era petisa y retacona, corta como patada de chancho decía mi abuela, pero insuperable en su habilidad con la masa filo (para el que la busque en el gourmet, los bon vivant la escriben phila). La turca cada vez que se le pasaban de tostado los bocaditos de seso escupía un Yijil, y yo contenta devoraba los demasiado morochos (en la cocina como en algunos barrios, los que se pasan de oscuros no son bien vistos).

Pero mi favorita era María. Alta y flaca, con el pelo renegrido y los ojos de un marrón con destellos de plata, se la pasaba cantando zarzuelas y invitándome a bailar fox trot en la jaula, el depósito al final del final de esa confitería inmensa. María era andaluza, traída dentro de una valija en un barco que naufragó en Brasil, y tenía un ojo a prueba de robos. En la jaula había millones de latas, botellas, manteles, vajilla, en un desorden tal que era imposible creer que con solo entrar María supiera que faltaban dos de atún del bueno y tres de palmitos. En ese momento salía a tranco largo para adelante al grito de A tomar por culo y me dejaba con la lata de castañas, sentadita en una pila de manteles para que las lauchas no me rozaran los pies. Al rato volvía acunando las latas a bailar y cantar como si nada hubiera pasado.

Pero sólo una vez la vi realmente enojada, no recuerdo si fue por la falta de botellas de kirsch o de latas de arenque. Salió al pasillo, la melena embravecida, y como perro de caza se frenó junto a la mesa central, miró directo a los ojos de Rosendo, y le gritó:

Ojalá te enamores!

Un silencio espeso que no llegué a entender en ese momento colmó la cocina. La turca Sara me agarró de la mano y me llevó al patio, yo no solté la lata de castañas. Después de un rato me animé a preguntar

Qué dijo María?

y Sara me contestó

Le echó encima la peor maldición gitana

desvelo

despertar con la boca seca
las ganas atragantadas
bautizando las sombras de la madrugada
las letras, los ruidos, la rima
todo aparece con el tiempo justo
para que la memoria arrecie
y si en el instante fatal
la birome no arranca
el papel no está
los fantasmas ahuyentan recuerdos
queda la ilusión
del poema perfecto
lo que pudo ser
y se llevó el sueño

miércoles, 13 de febrero de 2008

criadas a vitina y baches
las chicas como yo aprendimos
la educación sentimental
de la cubierta recapada
el aguante gauchito
del parche de ocasión
y aunque la historia nos dará
medalla, diploma y beso
solo queremos
al menos una vez
ganar por monopolio
ni sorteo ni licitación
el remolque de los días
que digas si
pago el peaje
allá vamos

viernes, 1 de febrero de 2008

Aldo y Roberto

Llegaron al pueblo al mismo tiempo que las romerías, una mañana polvorienta a comienzos de febrero. Entraron por la calle principal disimulados entre los carros que traían las carpas rojas y amarillas, detrás de las desvencijadas casas rodantes que avanzaban al ritmo de zarzuela por el boulevard reseco.
En la esquina, donde la plaza dejaba sólo dos alternativas, enfilar para el Prado Español junto a los gitanos y su bullanga o para la iglesia donde arrancaba la misa de once; justo ahí quedaron al descubierto en plena vuelta al perro. Uno de saco clarito y pantalón rayado tiro alto, el otro engamado en marrón chocolate con pañuelo blanco al cuello, los dos casi como en desfile del 25 de mayo, la espalda recta y media sonrisa al frente sentados sobre la volanta de la que asomaban raros artefactos repletos de cables y tubos. Aldo y Roberto habían llegado a Lobería.Avanzaron hasta el final del boulevard y frenaron justo al lado de la panadería, ahí donde hasta el mes pasado había funcionado la bicicletería de Don Pedro, el primer muerto del verano (porque los veranos en Lobería se contaban por las bajas. Éste venía flojo, el pasado había sido egipcio, siete plagas, siete cruces nuevas en el cementerio). Aldo y Roberto saludaron a todos los curiosos con sonrisas y cabeceos a diestra y siniestra, y comenzaron a bajar los artefactos uno a uno. Los chicos en ronda miraban el ir y venir y levantaban apuestas ¿es una radio?, ¿un televisor? no, eso parece una bicicleta. No pudieron llegar a una conclusión porque se hicieron las doce y el grito materno anunciando la mesa lista hizo que todos se dispersaran, no sin antes poner cara de puchero y juramentarse volver para descubrir el secreto de los recién arribados.Se hizo por fin la mañana del sábado y la vereda ya tenía lustre de tanta escoba porque la panadera no abandonaba la limpieza con tal de estar primera para cuando la persiana se levantara. Y asi fue, a las 10 el chirrido de la cadena sin aceitar dejó al descubierto la vidriera limpia y su cartel en dorado: Aldo Peinados. De la bicicletería cubierta de polvo no quedaba nada. El piso en damero, las paredes en machimbre hasta la mitad y el resto en celeste cielo, así lo llamaba Aldo intentando impresionar a cada vecina que pasaba por la vereda, chusmeaba, pero no entraba. Ingresando al salón, a la derecha, un sillón de cuerina roja esperaba a las clientas enfrentado a un espejo ovalado debajo del cual, en una repisa de fórmica blanca, descansaban los cepillos, redondos y finitos como limpia tubos, anchos y cuadrados como la alfombra de alambre de la puerta del almacén. A la izquierda, otro sillón mas pequeño, de cuyo respaldo salía un caño cromado que sostenía una especie de casco de metal con varios botones y luces, tapaba a medias la pileta de lavado. Hacia el fondo del local, detrás de un mostrador alto sobre el que se destacaba un cuaderno huemul de tapas celestes, la figura impecable de Roberto, en camisa amarilla y pañuelo turquesa al cuello, daba el toque final a la decoración.Pasó una semana y todo seguía en su lugar, menos la sonrisa de Aldo que no podía creer que no hubiera habido ni una clienta en siete días, ni siquiera el viernes que habían arrancado las romerías y el pueblo entero se emperifollaba para el evento. Roberto no se había movido del mostrador y seguía con su camisa y pañuelo al cuello en composé, aunque la quebradura de la cintura al pararse, el reposar pesado de las manos sobre el cuaderno, los ojos entrecerrados como las celosías de las casas a la hora de la siesta, eran signos evidentes del cansancio y la desilusión que lo embargaban.
Esa tarde bajaron la persiana con ganas de no volver a abrirla, Aldo Peinados resultaba un fracaso y ninguno de los dos podía explicarse el por qué. Caminaron callados, con las manos en los bolsillos, cruzando la plaza en diagonal hasta la puerta de la pensión, pero ahi nomás, tal vez por el rosado violeta del cielo que presagiaba final trágico como el de las fotonovelas, Roberto se frenó en seco y cual Scarlett O´Hara (porque asi se veía el cielo, justo como en el final de Lo que el viento se llevó), gritó: Esto lo soluciono yo.Aldo se quedó con el paquete de tortitas negras para el mate en la puerta de la pensión, viendo como los pies de Roberto encaraban presurosos hacia el final de la calle, justo a contramano de los vecinos que ya iban con las sillas al hombro para el Prado Español, donde esa noche tocaba la orquesta de Caló.
Al llegar a la puerta con cortina de plástico de mil tiras multicolores, Roberto no golpeó, se mandó para el fondo del zaguán oscuro donde el aire espeso dibujaba sombras de otro tiempo. Ahi estaba Nora, los labios empastados en rojo, a contrapunto con las mejillas blancas, flacas, esquivas a los besos. Lo recibió en ropa de fajina, el deshabillé a medio anudar.- No entran porque ustedes son hombres- Nora, me jorobás, ¿hombres?, ¿nosotros?- ¿Dónde te crees que estás?, ¿En la capital?, acá ustedes no seran machos, pero son hombres
- ¿Y qué hacemos?- Te mando a las chicas mañana, la petisa quiere permanente y la polaca a la garçon, prendele una vela a la Madre María para que funcioneRoberto agradeció la sinceridad de Nora, la saludó con un cabeceo y salió sin mirar para las piezas. Ya sabía qué tenía que hacer.Durante la noche ni Aldo ni Roberto pegaron un ojo. Uno porque no dejaba de moquear puteando el día en que se le había ocurrido desarmar la pieza de la calle Esmeralda y aparecer en ese pueblo perdido, el otro porque estaba muy atareado armando las valijas. Amanecieron los dos con las patas en la vereda esperando la volanta que los llevara a la estación. Cuando el guarda atronó con el silbato anunciando la partida, se despidieron con dos palmadas secas en el hombro. Pero Aldo no aguantó, se acercó hasta el estribo donde Roberto ya estaba trepado, le acomodó las solapas del saco azul alcanzando y le dio un beso en la sien justo antes de que el tren arrancara. Roberto no miró atrás.

Aldo continuó abriendo todos los días la peluquería, pero las únicas clientas que aparecían eran las chicas de Nora. Él se esmeraba igual, como si el salón rebosara de señoras reclamando por el brushing y la temperatura del secador.
Pasada la primer semana desde la partida de Roberto, ya no quedaba pelo por domar entre las chicas del quilombo. Las otras dos semanas fueron la muerte. A veces Nora venía por el local y le cebaba unos mates, pero la tierra se acumulaba en el tocador y sobre los cepillos sin estrenar que mantenían el brillo velado, como souvenires de lo que podría haber sido.

Al mes de la partida de Roberto, se acercó a la peluquería el pibe de Barrientos, el de la estafeta postal. Aldo le dio una moneda sin mirarlo, tan concentrado estaba en el sobre blanco con los bordes negros que el pibe le traía. Lo abrió con cuidado, sacó el papel doblado en cuatro, leyó atento y guardó el sobre y la carta en el bolsillo de atrás del pantalón. Garabateó algo en el cuaderno celeste, arrancó prolijamente la hoja, cerró la puerta y bajó la persiana. Cerrado por duelo decía el papel que dejó enganchado en la cortina metálica antes de enfilar para la pensión.Antes de que la noche se hiciera plena entre los plátanos de la calle principal, una comitiva de vecinas encabezada por la panadera, se presentó en la pensión para darle el pésame a Aldo. Pero la que abrió la puerta de la pieza fue Nora, toda de encaje negro, para agradecerles el gesto y anunciarles que la muerta era la madre de crianza de Aldo y que este se encontraba indispuesto por lo que no iba a poder recibirlas.

Pasaron dos días de encierro, un colchón de hojas se acumuló en la vereda de Aldo Peinados y el papel anunciando el cierre por duelo se terminó volando calle abajo. Para cuando las romerías se retiraron del pueblo y el tiempo volvió al paso cansino de todos los días, reapareció Aldo por la estación de trenes. De saco y corbata, los zapatos combinados en marrón y blanco, enceguecía hasta al señalero con el lustre de los gemelos. Llegó justo para el tren de las 10 que venía de Buenos Aires vía Empalme Tandil, trayendo al Turco Dulce repleto de encargues y los diarios en inglés para Brennan el cerrajero. Pero entre las nubes de polvo que levantaban los changarines se recortó una figura chiquita de vestido a la rodilla, manos enguantadas y sombrero sin ala. Aldo quedó duro en el lugar, los brazos tensos. La figura se acercó hasta casi pisarle la punta de los zapatos y ahi sí se perdieron en un abrazo. Ninguno de los curiosos que ya se arremolinaban en el andén llegó a ver el lagrimón huérfano que le quedó colgando de las pestañas a Aldo, pues se secó ligero con el revés de la solapa del saco y anunció a quien lo quisiera escuchar: Llegó mi hermana Lina, y para quedarse.Por la tarde, el cartel dorado de la vidriera de la peluquería cambió a Lina y Aldo Peinados. La primera en animarse a entrar fue la panadera que pidió una permanente bien pegada a la cabeza pero de rulo grande para que fuera fácil de peinar, y asi de repente, una a una empezaron a llegar todas las mujeres del pueblo. Lina era la encargada de lavarles el pelo, colocarles la capa de tela para que la ropa no quedara con rastros de pelusas y luego acomodarlas en el sillón rojo. Después se quedaba detrás del mostrador anotando vaya a saber qué en el cuaderno de tapas celestes mientras Aldo revoleaba las tijeras como poseído. El ritual se repetía todos los días, con intensidad diversa y punto cúlmine los sábados a partir de las tres de la tarde, cuando la peluquería era un hervidero y había que traer sillas prestadas para acomodarlas a todas.

Pero como en todo rito, algo misterioso se desataba todos los días entre el entramado de secadores, cepillos y revistas de moda. Cada tarde, después de cerrar el salón, caminar a la par en diagonal por la plaza, saludar con medias sonrisas a cada vecino, Lina y Aldo cruzaban la puerta de la pieza, Lina se sentaba frente al tocador, Aldo por detrás como hacía con las clientas, y mientras le acariciaba las sienes empolvadas, le quitaba una a una las hebillas invisibles que agarraban el postizo rubio. Porque cada tarde en esa pieza, Lina se convertía en Roberto y cada mañana Roberto se convertía en Lina. Llegaron a creer que las señoras sabían y guardaban el secreto, porque como en todo rito, además de misterio, se necesitan cómplices.

martes, 22 de enero de 2008

el mosco, el barro y todo lo demás también

ávido muerto de hambre
se acerca me mide
da vueltas se queja
hace ruido y espera
porque sabe
que siempre
va a llegar
la tarde o la noche
de las rendiciones
*
es siempre igual
cuando está a punto
huye
presa del pánico
de morir envenenado
es igual
el punto de partida
la huida
*
en el día solo el canto de los pajaritos fisura
la noche contrapunto de sapos y grillos bembé
si hasta escucho como respira el perro güero
custodio del sueño
es una herejía si enciendo el orgasmaizer
el zumbido doble aa
en la noche solitaria del barro norte
barro de lancha sin bondi ni pasti
barro en exilio propietario

y nevó nomás

el chico de vez en vez
perdió la filcar en warnes
le vendieron una agenda
y no sabe bien qué
(la puta dicotomía del to be)
besos de parquímetro
las sábanas colgadas
en estacionamiento medido
y yo
que perdí el pronóstico hace rato
te digo
anoche nevó en buenos aires, nene
un insomnio de tristeza mal domada
eso si
somos encantadores hasta en la derrota
ufa. cambio y fuera.

julita

patas de tero
juega carreras
con las moscas
que la dejan ganar
princesa del totoral
su corte son
tres cuzcos
un pato rengo
dos mosquitos güeros
los ojos de barro
se le estrujan
si me ve
espiral en mano
a la caza del moscardón
pues hay
tres leyes
en su reino

no cruces el camino pereyra
los jejenes son los malos
los moscos son los buenos

le acuno la risa
hasta que se duerme
entre zumbidos

simulacro

Un chico
de los de vez en vez
me dice
a todos los telos de capital no llego
pero uno por barrio prometo que si
y salimos
la filcar en mano
requisa cartográfica
del orgasmón mental
muy amantes del objetivo de mínima
Lo veo reírse
perdido en warnes
y pienso
hasta los simulacros merecen
ritos y promesas

La hondonada

La noche en la hondonada
es amarilla
de focos cada dos cuadras
con alambre atrapa sueños
las únicas luces ciertas
en la circunvalación
marcan el límite
la brecha
el cemento que resiste al polvo
las luces blancas que indican
más allá si,
la promesa
Si en domingo
me levanto en patas
y después del mastico
mastico y mastico
la muzza fría
el queso estalactita
la aceituna sub 80
bajo el parlante al piso
lo pongo en 27
me tiro espalda al parqué
el punteo
de la luna rosa
retumbando en el espinazo
si es en domingo
es porque te extraño
mientras mastico y mastico

viernes, 16 de noviembre de 2007

Interiores

el golpe de polvo al bajar el primer escalón
la hondonada al centro
una sequedad a prueba de agua y consuelos

rectas las veredas, las casas, los perfiles
sólo en el tronco seco y retorcido de la parra
dominatriz de los fondos interiores
se entiende el interior atormentado
las ganas de agarrar la curva cerrada a 200
y sin airbag

ya lo dijo La Poeta
imposible vivir ahi sin sustancias

(......)

El tren antidisturbio
marcha nube gorda
atranca la vista
justo ahi donde
me dijiste que no
tres veces tres
la espalda cruz al sur
el pasto sintético come
el hígado la sombra
y el revés
tapones de punta

siempre fui buena eligiendo
venenos y verdugos

Apuro

Las uñas en francesita, por favor, ni muy cortas ni muy largas

Mientras la piba que hace manos acompasa el movimiento de la lima al ritmo de Vuelveeeeeeee quemefaltaelaireeee situnoestáaaaaaaaas, ella se mira de reojo en el espejo de la peluquería. Brushing perfecto, el bronceado justo. Está impecable.
Justo a tiempo piensa mientras mira el reloj que él le regaló para el primer mesario.

Cualquiera que la viera diría que no le gusta esperar.

El sacudir constante del pie, la percusión de los dedos sobre la cartera, la billetera abierta en la mano cuando todavía tiene dos personas delante. La cajera entrega el ticket y por cortesía aprendida en la capacitación de la franquicia le pregunta ¿Estuvo todo bien?, y ella ni contesta porque ya está a mitad de cuadra taconeando con los stilettos.

Sin embargo, ese apuro es pura espera.

Desde el lunes espera para que le confirme si desayunan juntos el jueves, si en año nuevo se podrán cruzar en la fiesta del estudio antes de las 12, si en marzo cuando él vuelva de las vacaciones en familia se van a poder ir un fin de semana a mar de las pampas.

Llega al bar de los martes, mira el reloj justo a tiempo, se sienta en la mesa de siempre y pide una lágrima.

Saca el celular de la cartera, no sea cosa que no lo escuche y asi comienza el ritual.
Llamada de tambores con los dedos mientras repasa la Caras de la semana donde el galán de turno admite que la puso tres veces y lo embarazaron. Después los ojos pasean por la Cosmopolitan Sabé si te dice la verdad y para qué seguir leyendo si ella podría escribir el manual de la segunda perfecta.

Mira y lee pero siempre en diagonal, para terminar los ojos clavados en la pantalla muda del teléfono. Porque hay que esperar que llame, nunca llamar, anotá.

El pie entra a contrapunto con los dedos que ya no solo juegan al malambo sobre la mesa sino que arrugan las esquinas de la Gente donde la Dupláa dice que no es la más linda pero sí la más suertuda.

La moza de pollera negra esperanza y zapatos de enfermera se acerca

¿Puedo retirar?
Retire todo, no espero más

Félix

Mamá Mirta se la pasaba murmurando goy puta mitad en idish, mitad en matancero cada vez que Félix llegaba con la valija vacía y el saco pidiendo un nuevo pitucon.
Mamá Mirta era mamá, pero le deciamos Mamá Mirta para diferenciarla de Mamá Olga, la mamá de mamá, que nos cuidaba cada vez que los murmullos se volvían gritos, porque cuando en casa se gritaba, se gritaba en serio.

Félix era papá, pero nunca le dijimos papá. Era viajante y estaba tan poco en casa, y cuando estaba lo veíamos tan poco, que nos acostumbramos a decirle como le decían todos los que venían a buscarlo a la casa de Ramos. El almacenero golpeaba las manos ¿Está Félix?, el señor del bar frente a la plaza ¿Está Félix?, el viejo de la esquina que vendía ballenitas y billetes de lotería ¿Tá Félix?. Tanto buscarlo, y tanto no encontrarlo, terminó siendo Felix a secas.

Un mediodía que veníamos con mi hermano Roberto pateando bolitas de paraíso después de la escuela, encontramos a Félix a mitad de camino, transpirando con un bulto blanco peludo debajo del brazo.
Nos moríamos de curiosidad por preguntarle qué era eso que llevaba quietito debajo del sobaco, pero no lo hicimos. Seguimos camino los tres y el bulto blanco peludo juntos, pero con Roberto dejamos de patear bolitas para apurar el paso.

Ni bien entramos en la cocina, Félix llamó a Mamá Mirta y con un mirá que les traje a los pibes gringa, depositó el bulto peludo blanco sobre el piso

Y ahi le vimos los ojos rojos, y las orejas largas. El bulto peludo blanco era un conejo. Mamá Mirta lo miró como miraba al verdulero cuando le metía dos papas con brotes en el kilo, pero no dijo nada.

Félix nos preguntó ¿cómo le quieren poner?.

Roberto miro directo a los ojos rojos, me miró y dijo: Félix

Mamá Mirta se acercó, la mano tensa lista para el cachetazo de revés, pero Félix la frenó despacio y le dijo: dejálos.

Asi esa tarde se fue Félix de nuevo de gira con la valija llena y pitucon zurcido y llegó el otro Félix a casa.

El Félix peludo no hacía mas que comer, cagar y tirar las orejas para atrás, se parecía bastante al Félix primero. Pero a Roberto y a mi la rutina nos entretenía. Llegábamos de la escuela, pasábamos directo al fondo, y ahi entre el alambre tejido robado al campito vecino, mirábamos a Félix comer, cagar y tirar las orejas para atrás.

Lo de comer y cagar, mas o menos lo teniamos claro. Lo que entra sale decía Mamá Olga y asi era también con Félix. Pero lo de tirar las orejas para atrás nos tenía intrigadísimos. Sólo habíamos escuchado decir a Mamá Mirta cuando pone las orejas asi, no lo toquen.

Una tarde de siesta en esas que no podíamos escapar a la calle porque el viento soplaba por los cuatro costados, los pelos se enredaban y la pelota giraba en el lugar, estábamos encerrados jugando a leer las manchas de humedad del techo cuando sonó el telefono.

Vimos a Mamá Mirta pasar rápida de la pieza al comedor, y después solo escuchamos los gritos en idishe félix te mato goy ppputa escupidos al tubo

Entonces Roberto me tiró del brazo y salimos por la puerta de la cocina derecho al fondo. Y ahi estaba el otro Félix, los ojos entrecerrados, las orejas para atrás.

Roberto lo miró, me miró, y acercó la mano al alambre. No pude ver nada mas, el viento soplaba fuerte y los rulos me tapaban la cara, pero el grito lo oíNo era Mamá Mirta, mitad en idishe, mitad en matancero, era Roberto.

Roberto gritaba y yo veia todo rojo, los ojos rojos de Félix y la mano roja de sangre de Roberto.

Corrimos adentro, Mamá Mirta que seguía llorando y gritando al lado del teléfono colgado, nos vio primero a los dos, después vio la mano de Roberto, la sangre manchando el piso y nos pasó de largo como si fueramos transparentes, derecho a la cocina.

La seguimos y el camino de ida y vuelta se marcaba con la sangre de Roberto que habia dejado de gritar y solo lloraba. Mamá Mirta no estaba en la cocina pero la puerta de mosquitero se azotaba por el viento.

Corrimos al fondo, el pasto verde contra la sangre roja y Mamá Mirta, cuchilla en mano, de un solo tajo degollando a Félix.

La noche de esa tarde sangrienta nos comimos a Félix en guiso,
del otro Félix no supimos nada más.

Esperando el aguacero - II

Primero llegaba la langosta con su nube negra y aceitosa. Los repasadores olvidados en la soga, la escoba al costado de la bomba de agua, el diario en el banco de la plaza, todo era devorado en cuestión de segundos.
El crujir tic tic tic de las maderas resistiendo el embate de los bichos golosos enloquecía a las mujeres solteras. Asi contaba Doña Alicia que había nacido Nicanor, su único hijo. Allá por sus dieciseis, durante el paso de la manga, terminó entre los maizales con un papero. La cosecha se arruinó, el papero se fue a la vendimia y al poco tiempo llegó Nicanor, pelo grasoso, pocas luces y un hambre voraz. De ahi que al pobre los paisanos le dijeran "el hijo de la langosta" cuando pasaba por la vereda del boliche derecho al almacén.
Pero ni bien las doñas salían con el balde y la pala a juntar las migas del festin, el piso comenzaba a moverse.
Y no eran mareos ni temblores de bajotierra, eran miles y miles de sapos que salían vaya a saber uno de dónde a cubrir cada centímetro disponible. Si ni las paredes se salvaban, los sapos trepaban como sombras las casas de ladrillo a la vista, las cubiertas por cal y hasta las que sólo tenían paja y adobe.
Para los chicos del pueblo la llegada de los sapos era una fiesta. No paraban de patinar sobre los lomos lustrosos, y Don Aníbal el portero aseguraba a quien quisiera oirlo “estos son sapos extranjeros, mirelós, bien alimentados”...

Esperando el aguacero - I

Ya no cabía un alfiler en el terraplén de la estación Voluntad. Estaba el almacenero, el carnicero, el cura y sus dos monaguillos, las chicas de la casa de citas al final de la calle, la maestra, la directora de la cooperadora de la escuela, los chicos con los guardapolvos grises por el polvo, los peones del campo lindero, y del otro, y del de más allá, detrás de la lomada grande.
Estaban todos esperando, abanicándose el calor y las ganas de buenas noticias, espantando las moscas y el malhumor.
A pesar de la muchedumbre congregada, las puertas de la estación permanecían cerradas. Cualquiera que pasara en el tren de las 12, cuando el campo está más plano y mas chato y hasta la lomada se hace pantano por ese sol en picada, diría que sólo eran 50 personas asoleándose al borde de los rieles.
Pero para Voluntad, esa era una auténtica muchedumbre, una congregación sin precedentes. Parecía historia vieja cuando el Turco Dulce, cada vez que venía con su carga de pienes de carey, tafeta y alguna que otra pieza de muselina, le repetía a las señoras “qué voluntad tienen ustedes de vivir acá”, y las señoras sonreían de costado con resignación ante el chiste.Es que a Voluntad, hasta hacía unos meses, le decían el pueblo de las mil plagas. El Turco Dulce viajaba por toda la provincia con su carga de brillos baratos, de sueños a medida, y había visto mucho, pero nada como aquella desolación de cuatro manzanas y dos calles en cruz, donde como cristos las cincuenta vidas veían pasar los días mientras las plagas se sucedían...

miércoles, 3 de octubre de 2007

Súper

Frente a la góndola de perfumería mira 500 centímetros cúbicos a ocho con setenta
mejor llevo dos de 250 que me sale siete

desodorante, son sólo 25 tickets de 2 pesos cada uno y todavía le falta azúcar y fideos
compra los tricolor, enruladitos, hace calor y los prepara en ensalada y ya que está parece que comen verduras también

el desodorante, se fija el axe que él usa y si le suma el fa de ella no llega, mejor agarra el veritas familiar, el celeste que el rosa es asqueroso tiene olor a talco y telo se acuerda y se ríe

el pelo larguísimo y duro, necesitaría una buena crema de enjuague pero mejor le llevo dos botellas de rosado uvita de plata para el domingo

camina 20 cuadras porque esas 20 cuadras hasta el coto de abasto hacen que los 25 tickets de 2 pesos cada uno alcancen para mas o menos todo el mes

las bolsas le cortan los dedos, los dedos largos y blancos que la vecina inglesa acariciaba fingers de pianista diar mientras le servía otro té con scones, ahora morcillas que no rankean ni en asado de croto, morcillas violetas pero flacas, tristes, morcillas de vaca anoréxica

20 cuadras y traba la puerta del palier con el culo mientras baja las bolsas de a una y como todos los meses piensa la próxima guardo seis pesos y tomo un tacho

sube los dos pisos por escalera, si parezco el ekeko pero flaco y ni siquiera un pucho para pedir deseos

entra derecho al baño pero llega a ver la rodilla huesuda y brillante que asoma de la sábana.

Estuve todo el día mirando discovery, pude engancharme del de arriba, que comemos hoy?

ya ni le contesta, llora mientras acomoda el veritas familiar al fondo del botiquín.

finde

sábado a la noche
picada con chizitos
ravioles conurbanos
tele encendida en avisos de telecentro
manos que curan gatita completa amarres

domingo a la tarde matera y puerto de frutos
compran canastos para la ropa sucia
flores secas, más canastos, para las ganas
no hay canasto que alcance acá

lunes escritorio café de máquina ratonera
traje azul macowens en carpa
la tira del corpiño de la del sexto
te alcanza para un foca empantanada con la tele encendida
rapidez y calidad doblego mente y corazón 30 años me avalan

no hay caso, el vómito viene después del ahogo

la final

7 de la mañana. Todavía no sonó el despertador pero ya estoy arriba, cara lavada y dientes también.
Me asomé a la pieza y papá ronca, mamá ni se ve detrás de la panza, pero está ahi seguro.
Ya calcé las canilleras, me subí bien las medias y estoy calentando el café con leche. Me puse en el pelo un gel del tío que encontré en el botiquin, tiene olor a menta , me gusta. Pero no pierdo el tiempo, trote y pique corto de la heladera a la mesada, para calentar.
No es que me desperté temprano, no pude dormir. Hoy es la final contra villa dálmine, y el corazón se me sale por las orejas, hoy ganamos.
Y no necesito meter ni un gol, voy en la punta de la tabla de goleadores.
Pero uno tengo que hacer, quiero que me den el trofeo dorado ese que tiene andres arriba de la repisa.
“Felicitaciones Campeones Categoría 98” asi dice el cartel, lo tienen guardado en el buffet del club para cuando lleguemos.
Pase corto al flaco, pico tranqui que está juan atrás, no puede fallar.
Qué nervios, me duele la panza. Mejor no tomo nada, me como una tita.
Qué lindo quiero una foto con el trofeo grande en la mano para llevar al cole. Uh cierto que en el cole no pueden saber, pero la puedo colgar en la pieza.
Uy me duele mucho la panza, mejor no corro más. Voy al comedor, hago ruido con el clarin que ya llegó, voy hasta la puerta de la pieza pero nada, siguen durmiendo.
Son las 7.20, me duele mucho, mejor voy al baño.
Qué nervios, pero todo va a salir bien, tengo el rosario de la abuela bien metido en la camiseta y
la estampita de san benito en el botinero

MAMAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

El grito levanta al barrio entero. La madre salta de la cama, choca con la panza del padre que todavía atontado intenta calzarse las pantuflas, y corre al baño.
Y ahi la ve, sentada al inodoro, con los botines puestos, el pelo engominado, la bombacha manchada de sangre.

maridaje

¿Qué vino me recomendás para acompañar unas milanesas?

El pibe de la rotisería la miró como si estuviera ante Pichot cantando con Los Palmeras.
Hace 6 meses que debe pensar comida para dos y el repertorio de Marta, la señora que le arreglaba la vida a su madre y que heredó junto al juego de copas flauta, no incluye maridajes.
¿6 meses? Si parece que se conocen de toda la vida. Durante el desayuno del domingo a la mañana, siempre y cuando esté nublado porque domingo de sol se amanece ya rumbo al country, él levanta las cejas y ella le estira la mano con el suplemento deportivo. Y ni hablar si están en alguna reunión en casa de un matrimonio amigo, él puede alzar la cabeza de golpe, mirar para ambos lados mordiendo la comisura izquierda del labio, y ella se acerca a la anfitriona de turno y pide un vaso de agua sin gas.
Todo es tranquilo, suave, sin complicaciones. Su único problema es el menú de las noches. Asi que sale de la rotisería, entra al súper chino de la esquina y agarra un cosecha tardía, se acuerda que lo tomó una Navidad en la casa de Trini y la dejó relajada. Y eso le dijo la refléxologa, que tiene bloqueado el canal del disfrute, que tiene que relajarse.
Por eso llega al dúplex y se saca los stilletos, y descalza pasa derecho a la cocina y busca el sacacorchos, ¿dónde estará? no tomamos mucho vino. Mientras revuelve el tercer cajón, de reojo ve el post it en la puerta de la heladera y se acerca

Reunión del club, como ahí, no te preocupes por la cena

La tercera no cena de la semana, y justo hoy que había logrado decidirse por un vino. Abre la heladera y saca la botella de agua, va a tomar un vaso del estante de arriba y duda, tomo un sorbo del pico?, se la acerca a los labios y de un manotazo la revienta contra la pared.

Su único problema es el menú de las noches, y ahora ni eso.

desde la cabina del scania

Rueda BJ
verdad consecuencia
el parqué listo para el asado

*

Envuelta en la sábana hasta la clavícula
bien novela de los setenta
conversás desde el buche
como en reunión de consorcio
sobre tuercas, alergia y rimas

*

el pirata romántico pide
balanceo y dirección
al ritmo de gilda
preferís ataque
o pescado
lo que la mula
disponga

*

el chofer del scania
ensaya un haiku
pibas proponen
disponen
pibes contentos
las pibas ni te
casi le sale
casi
pasta rancia
de un trago
en andas
subís al bondi
al otro lado
esperan
los lindos
los limpios
los buenos
andá tranquilo
te cuido la parada
sonrisa ventanilla
asi te vas y
yo me quedo

En jerga

El sol le pega justo a las tres de la peca mayor, entre el labio y la nariz. Es la hora.

Salta del colchón y en patas encara derecho al baño. Se escucha el chorro chiquito, al toque el chorro largo y fuerte del tanque y enseguida el chorro mediano de la pileta.

Calza las ojotas, se asoma al balcón. El pelo le tapa la cara, buen viento, piensa, hay que apurarse.Se pone una remera, bermudas, tantea las llaves en el bolsillo, la pita, está todo. Agarra la chanchita, y sale.

Hace tres semanas que espera este día. Soñó toda la noche con una izquierda chupada, brazeaba con agilidad, sin sentir el pinchazo agudo en los hombros, y la veía venir. Le entraba justo, ligero. La corría y era eterna. Ojalá piensa y sonríe a las persianas de la cuadra todavía cerradas.

El viento viene de bien adentro asi que con los rulos de antifaz camina las cinco cuadras de memoria, no ve nada.
Recordando el tubo perfecto de la izquierda que corrió toda la noche, se da cuenta que siempre sueña sin banda de sonido. Ni ruido ambiente, ni diálogo, ni música incidental. Su abuela le contaba que de chica siempre soñaba con la marsellesa de fondo, asi fuera una pesadilla en la que el abuelo polaco era protagonista indiscutido o una romántica con el galan de turno. Él no, sus sueños siempre son silenciosos. Tan silenciosos como esta mañana. Es raro, hay viento y viene siguiendo el pronóstico de buenos swells desde hace tres semanas, no fallan, piensa.

Asi llega como en película muda a la bajada de todos los días. Y no ve, entonces se levanta la remera a pesar del frío en la panza e improvisa un turbante para domar a los rulos. Y ve sí, pero no lo puede creer, la chanchita se le cae del brazo, un nuevo abolle.

El mar se fue, no está y no está soñando.

El ficus de enfrente

Sentado contra la ventana del bar, mientras su viejo lee el diario y cada 5 minutos relojea si el nivel del café con leche bajó, el pibe sigue atento al ficus de enfrente.

Esta rutina lleva unos dos, tres meses. Desde que el viejo sepultó la lengua más que de costumbre y la madre sale de la cama sólo para ir al baño, y a veces ni eso. A eso de las 7 encaran para el bar, y ahí se quedan hasta las 8, cuando suena el último timbre de la escuela, exactamente a tres puertas y un local, sobre la misma vereda.

El pitido agarra al viejo siempre a mitad de Deportes, putea bajito, lo agarra al pibe de la mano, lo deja en la puerta con un arrime que pretende ser beso a la altura del flequillo. Así todos los días. El bar, el café con leche, el diario, el arrime. Menos el ficus.

Incluso antes de descubrir el secreto, el pibe se dio cuenta que estaba ante algo raro. No era una planta cualquiera, como esas que ahora se secaban en el balcón de su departamento. Esta tiene una forma compacta, rectangular, de aristas perfectas. Algo en esa perfección, lo perturbaba.

Una mañana de esas iguales a todos los días, buscando la forma de que el timbre sonara más rápido, el pibe los vio.Un señor de traje y maletín parecido al que usaba su viejo hacía unos meses, y que ahora era reemplazado por el diario. Una señora, dos pasos más atrás, de cartera cruzada y largas piernas en cuadrillé.

Doblaron la esquina, casi al trote, y a la altura del ficus, desaparecieron. Esperó un rato, se restregó los ojos, pero asi y todo la pareja no apareció. Sonó el timbre y se fue a la rastra, los ojos fijos en la planta.

Van dos, tres meses. Y ya usó todos los dedos, hasta el chiquito del pie izquierdo. Está dispuesto a hablar.

El ficus de enfrente se traga gente, siempre de a dos. Y nunca vuelven.

directo del tubo de ensayo

-
de culata morena
contáme las costillas
pasa lista la gorda
afuera llueve
que si
que no
el derrame que no
y vos que si
-

El miracolo de la rusticana

Anoche regresaba a casa desde la academia de licencias licenciosas (la amiga Meki gusta de esta denominación, dice que dan ganas de ir) y al llegar a la esquina me cruzo en medio del picado nocturno, el tradicional de los jueves.
En mi barrio de adopción las veredas son anchas y las casas vienen resistiendo (cada vez menos) al avance de las torres con SUM y ficus en el palier. Esta resistencia permite el libre albedrío de los pibes tras la redonda a cualquier hora.
Pero el picado de jueves en esa esquina tiene condimentos. Los protagonistas no superan los 12 años y viven en la casa tomada al lado de la YPF. Los balcones de la casa ofician de tribuna, comienzan a ocuparse tipo ocho, generalmente por tres señores muy flaquitos, los tres de gorra blanca y remera de Chaca, y un señor gordo que tiene el termostato clavado en 45, siempre en musculosa de Boquita.
Los pibes juegan hasta la una, a esa hora las escupidas de cerveza ya empantanan las baldosas por demás, la pelota no dobla, y la cumbia truena desde el Aiwa que se ve farolear en la puerta gracias a, por lo menos, 20 metros de alargue zapatilla.

Anoche venía pensando en andá a saber qué, y pegué el giro en la esquina sin acordarme del famoso encuentro. Cuando me avivé, ya estaba en el círculo central y vi a uno de los pibitos mirarme fijo entre el flequillo y patear. La gastada venía derecho hacia mi. Aquellos que conocen de mi paso fugaz por los deportes, saben que no soy una virtuosa, mas bien una jugadora rústica, que mete pero no la pisa en una baldosa.

La pelota seguía su marcha firme hacia mi y en la cancha improvisada hasta el aliento de los pibes quedaba congelado en el aire, ya no sé si por el frío o por la apurada que me plantaban en plena cara. Pensé a guapo, guapa y media y ahí la derecha la paró en seco como si supiera, con la cara interna de la converse la adelantó un toque, el suficiente para cambiar el peso del cuerpo y que la zurda sacara un cañonazo al ángulo.

Silencio, el pibito autor del desafío se quedó duro, el arquero la vio pasar como Tatú al avión en la isla de la fantasía. Gol. Acomodé la cartera y los apuntes y avancé, llave en mano entre las caritas de sorpresa.Hasta que desde el balcón, con la voz repleta de tablón, el gordo en musculosa se mandó:

qué calidad, mamita!

Contraseña suficiente para que los pibes arrancaran a silbar y aplaudir.

Don O. cerraría con un: Emma, los vecinos, la redonda

micropuntera

bondi
bandi
en tren
de paro
la mezcla
caribe
de cola
con pasti
te llena
la muela
te quita
la pena
no me ves?
estoy doctorando
en ciencias
cumbiables
-

santo y seña

despierto
ruido a poda
paranoia en on
las 10 am
remember
soy palmera
en pantano
transplante
a maceta
morsa en clave morse
translate_ti!
señales de humo
baliza
contraseña
perdida estoy
entre tanto
signo y pase