viernes, 16 de noviembre de 2007

Esperando el aguacero - I

Ya no cabía un alfiler en el terraplén de la estación Voluntad. Estaba el almacenero, el carnicero, el cura y sus dos monaguillos, las chicas de la casa de citas al final de la calle, la maestra, la directora de la cooperadora de la escuela, los chicos con los guardapolvos grises por el polvo, los peones del campo lindero, y del otro, y del de más allá, detrás de la lomada grande.
Estaban todos esperando, abanicándose el calor y las ganas de buenas noticias, espantando las moscas y el malhumor.
A pesar de la muchedumbre congregada, las puertas de la estación permanecían cerradas. Cualquiera que pasara en el tren de las 12, cuando el campo está más plano y mas chato y hasta la lomada se hace pantano por ese sol en picada, diría que sólo eran 50 personas asoleándose al borde de los rieles.
Pero para Voluntad, esa era una auténtica muchedumbre, una congregación sin precedentes. Parecía historia vieja cuando el Turco Dulce, cada vez que venía con su carga de pienes de carey, tafeta y alguna que otra pieza de muselina, le repetía a las señoras “qué voluntad tienen ustedes de vivir acá”, y las señoras sonreían de costado con resignación ante el chiste.Es que a Voluntad, hasta hacía unos meses, le decían el pueblo de las mil plagas. El Turco Dulce viajaba por toda la provincia con su carga de brillos baratos, de sueños a medida, y había visto mucho, pero nada como aquella desolación de cuatro manzanas y dos calles en cruz, donde como cristos las cincuenta vidas veían pasar los días mientras las plagas se sucedían...

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