viernes, 16 de noviembre de 2007

Interiores

el golpe de polvo al bajar el primer escalón
la hondonada al centro
una sequedad a prueba de agua y consuelos

rectas las veredas, las casas, los perfiles
sólo en el tronco seco y retorcido de la parra
dominatriz de los fondos interiores
se entiende el interior atormentado
las ganas de agarrar la curva cerrada a 200
y sin airbag

ya lo dijo La Poeta
imposible vivir ahi sin sustancias

(......)

El tren antidisturbio
marcha nube gorda
atranca la vista
justo ahi donde
me dijiste que no
tres veces tres
la espalda cruz al sur
el pasto sintético come
el hígado la sombra
y el revés
tapones de punta

siempre fui buena eligiendo
venenos y verdugos

Apuro

Las uñas en francesita, por favor, ni muy cortas ni muy largas

Mientras la piba que hace manos acompasa el movimiento de la lima al ritmo de Vuelveeeeeeee quemefaltaelaireeee situnoestáaaaaaaaas, ella se mira de reojo en el espejo de la peluquería. Brushing perfecto, el bronceado justo. Está impecable.
Justo a tiempo piensa mientras mira el reloj que él le regaló para el primer mesario.

Cualquiera que la viera diría que no le gusta esperar.

El sacudir constante del pie, la percusión de los dedos sobre la cartera, la billetera abierta en la mano cuando todavía tiene dos personas delante. La cajera entrega el ticket y por cortesía aprendida en la capacitación de la franquicia le pregunta ¿Estuvo todo bien?, y ella ni contesta porque ya está a mitad de cuadra taconeando con los stilettos.

Sin embargo, ese apuro es pura espera.

Desde el lunes espera para que le confirme si desayunan juntos el jueves, si en año nuevo se podrán cruzar en la fiesta del estudio antes de las 12, si en marzo cuando él vuelva de las vacaciones en familia se van a poder ir un fin de semana a mar de las pampas.

Llega al bar de los martes, mira el reloj justo a tiempo, se sienta en la mesa de siempre y pide una lágrima.

Saca el celular de la cartera, no sea cosa que no lo escuche y asi comienza el ritual.
Llamada de tambores con los dedos mientras repasa la Caras de la semana donde el galán de turno admite que la puso tres veces y lo embarazaron. Después los ojos pasean por la Cosmopolitan Sabé si te dice la verdad y para qué seguir leyendo si ella podría escribir el manual de la segunda perfecta.

Mira y lee pero siempre en diagonal, para terminar los ojos clavados en la pantalla muda del teléfono. Porque hay que esperar que llame, nunca llamar, anotá.

El pie entra a contrapunto con los dedos que ya no solo juegan al malambo sobre la mesa sino que arrugan las esquinas de la Gente donde la Dupláa dice que no es la más linda pero sí la más suertuda.

La moza de pollera negra esperanza y zapatos de enfermera se acerca

¿Puedo retirar?
Retire todo, no espero más

Félix

Mamá Mirta se la pasaba murmurando goy puta mitad en idish, mitad en matancero cada vez que Félix llegaba con la valija vacía y el saco pidiendo un nuevo pitucon.
Mamá Mirta era mamá, pero le deciamos Mamá Mirta para diferenciarla de Mamá Olga, la mamá de mamá, que nos cuidaba cada vez que los murmullos se volvían gritos, porque cuando en casa se gritaba, se gritaba en serio.

Félix era papá, pero nunca le dijimos papá. Era viajante y estaba tan poco en casa, y cuando estaba lo veíamos tan poco, que nos acostumbramos a decirle como le decían todos los que venían a buscarlo a la casa de Ramos. El almacenero golpeaba las manos ¿Está Félix?, el señor del bar frente a la plaza ¿Está Félix?, el viejo de la esquina que vendía ballenitas y billetes de lotería ¿Tá Félix?. Tanto buscarlo, y tanto no encontrarlo, terminó siendo Felix a secas.

Un mediodía que veníamos con mi hermano Roberto pateando bolitas de paraíso después de la escuela, encontramos a Félix a mitad de camino, transpirando con un bulto blanco peludo debajo del brazo.
Nos moríamos de curiosidad por preguntarle qué era eso que llevaba quietito debajo del sobaco, pero no lo hicimos. Seguimos camino los tres y el bulto blanco peludo juntos, pero con Roberto dejamos de patear bolitas para apurar el paso.

Ni bien entramos en la cocina, Félix llamó a Mamá Mirta y con un mirá que les traje a los pibes gringa, depositó el bulto peludo blanco sobre el piso

Y ahi le vimos los ojos rojos, y las orejas largas. El bulto peludo blanco era un conejo. Mamá Mirta lo miró como miraba al verdulero cuando le metía dos papas con brotes en el kilo, pero no dijo nada.

Félix nos preguntó ¿cómo le quieren poner?.

Roberto miro directo a los ojos rojos, me miró y dijo: Félix

Mamá Mirta se acercó, la mano tensa lista para el cachetazo de revés, pero Félix la frenó despacio y le dijo: dejálos.

Asi esa tarde se fue Félix de nuevo de gira con la valija llena y pitucon zurcido y llegó el otro Félix a casa.

El Félix peludo no hacía mas que comer, cagar y tirar las orejas para atrás, se parecía bastante al Félix primero. Pero a Roberto y a mi la rutina nos entretenía. Llegábamos de la escuela, pasábamos directo al fondo, y ahi entre el alambre tejido robado al campito vecino, mirábamos a Félix comer, cagar y tirar las orejas para atrás.

Lo de comer y cagar, mas o menos lo teniamos claro. Lo que entra sale decía Mamá Olga y asi era también con Félix. Pero lo de tirar las orejas para atrás nos tenía intrigadísimos. Sólo habíamos escuchado decir a Mamá Mirta cuando pone las orejas asi, no lo toquen.

Una tarde de siesta en esas que no podíamos escapar a la calle porque el viento soplaba por los cuatro costados, los pelos se enredaban y la pelota giraba en el lugar, estábamos encerrados jugando a leer las manchas de humedad del techo cuando sonó el telefono.

Vimos a Mamá Mirta pasar rápida de la pieza al comedor, y después solo escuchamos los gritos en idishe félix te mato goy ppputa escupidos al tubo

Entonces Roberto me tiró del brazo y salimos por la puerta de la cocina derecho al fondo. Y ahi estaba el otro Félix, los ojos entrecerrados, las orejas para atrás.

Roberto lo miró, me miró, y acercó la mano al alambre. No pude ver nada mas, el viento soplaba fuerte y los rulos me tapaban la cara, pero el grito lo oíNo era Mamá Mirta, mitad en idishe, mitad en matancero, era Roberto.

Roberto gritaba y yo veia todo rojo, los ojos rojos de Félix y la mano roja de sangre de Roberto.

Corrimos adentro, Mamá Mirta que seguía llorando y gritando al lado del teléfono colgado, nos vio primero a los dos, después vio la mano de Roberto, la sangre manchando el piso y nos pasó de largo como si fueramos transparentes, derecho a la cocina.

La seguimos y el camino de ida y vuelta se marcaba con la sangre de Roberto que habia dejado de gritar y solo lloraba. Mamá Mirta no estaba en la cocina pero la puerta de mosquitero se azotaba por el viento.

Corrimos al fondo, el pasto verde contra la sangre roja y Mamá Mirta, cuchilla en mano, de un solo tajo degollando a Félix.

La noche de esa tarde sangrienta nos comimos a Félix en guiso,
del otro Félix no supimos nada más.

Esperando el aguacero - II

Primero llegaba la langosta con su nube negra y aceitosa. Los repasadores olvidados en la soga, la escoba al costado de la bomba de agua, el diario en el banco de la plaza, todo era devorado en cuestión de segundos.
El crujir tic tic tic de las maderas resistiendo el embate de los bichos golosos enloquecía a las mujeres solteras. Asi contaba Doña Alicia que había nacido Nicanor, su único hijo. Allá por sus dieciseis, durante el paso de la manga, terminó entre los maizales con un papero. La cosecha se arruinó, el papero se fue a la vendimia y al poco tiempo llegó Nicanor, pelo grasoso, pocas luces y un hambre voraz. De ahi que al pobre los paisanos le dijeran "el hijo de la langosta" cuando pasaba por la vereda del boliche derecho al almacén.
Pero ni bien las doñas salían con el balde y la pala a juntar las migas del festin, el piso comenzaba a moverse.
Y no eran mareos ni temblores de bajotierra, eran miles y miles de sapos que salían vaya a saber uno de dónde a cubrir cada centímetro disponible. Si ni las paredes se salvaban, los sapos trepaban como sombras las casas de ladrillo a la vista, las cubiertas por cal y hasta las que sólo tenían paja y adobe.
Para los chicos del pueblo la llegada de los sapos era una fiesta. No paraban de patinar sobre los lomos lustrosos, y Don Aníbal el portero aseguraba a quien quisiera oirlo “estos son sapos extranjeros, mirelós, bien alimentados”...

Esperando el aguacero - I

Ya no cabía un alfiler en el terraplén de la estación Voluntad. Estaba el almacenero, el carnicero, el cura y sus dos monaguillos, las chicas de la casa de citas al final de la calle, la maestra, la directora de la cooperadora de la escuela, los chicos con los guardapolvos grises por el polvo, los peones del campo lindero, y del otro, y del de más allá, detrás de la lomada grande.
Estaban todos esperando, abanicándose el calor y las ganas de buenas noticias, espantando las moscas y el malhumor.
A pesar de la muchedumbre congregada, las puertas de la estación permanecían cerradas. Cualquiera que pasara en el tren de las 12, cuando el campo está más plano y mas chato y hasta la lomada se hace pantano por ese sol en picada, diría que sólo eran 50 personas asoleándose al borde de los rieles.
Pero para Voluntad, esa era una auténtica muchedumbre, una congregación sin precedentes. Parecía historia vieja cuando el Turco Dulce, cada vez que venía con su carga de pienes de carey, tafeta y alguna que otra pieza de muselina, le repetía a las señoras “qué voluntad tienen ustedes de vivir acá”, y las señoras sonreían de costado con resignación ante el chiste.Es que a Voluntad, hasta hacía unos meses, le decían el pueblo de las mil plagas. El Turco Dulce viajaba por toda la provincia con su carga de brillos baratos, de sueños a medida, y había visto mucho, pero nada como aquella desolación de cuatro manzanas y dos calles en cruz, donde como cristos las cincuenta vidas veían pasar los días mientras las plagas se sucedían...