domingo, 5 de julio de 2009

me siento a escribir e intento
huir de las chicas que juegan
la gran plath de cotillón
cuentan confites
el olor a concha de la amiga
(cuánto gusta)
los cachetazos del ex
siempre borracho
macho
talentoso para el desquite

corro y no llego
como dice doña ine

a quién le importa si estás ovulando

borrador

La gabardina no cede y la molestia ya es indisimulable. No porque la tenga muy grande (con cuarentitantos de mingitorios y algún que otro vestuario sabe que entra en el grupo de los estándar tirando a chico, aunque puede asegurar a quien quiera oírlo que no ha recibido quejas, calcula que gracias a su afán de cumplidor, siempre que se le dé tiempo y aire aclara a la que parezca ansiosa) sino porque la tela se ensaña en estar tanto o más dura que su pija. El afán evangelizador de testigo de jehová recién estrenado con el que Flora le apresta la ropa es comparable sólo a la dedicación con que Romina, en un par de horas, lo va a chupar hasta que pida basta.

Decide caminar estirando el paso para ver si afloja pero no, entonces no le queda otra que con la mano derecha tirar de la tela a la altura de la bragueta al tiempo que se apoya en la punta de los pies y se eleva unos centímetros. El movimiento produce un efecto curioso: al despegar el pantalón por la ingle y levantar los talones del piso recuerda a uno de esos souvenirs que venden en la recova de la bristol y en alguna que otra manta en la plaza de salta, esos muñequitos de madera a los que si uno tira por los pies, se les para la poronga desmedida para que las tías rían sonrojadas mientras devoran los alfajores de fruta.

Mira el reloj, todavía faltan dos horas para que se encuentre con Romina en algún bar del centro, se sienten en una mesa alejada de la ventana, pidan un whisky con un hielo y un agua sin gas para ella y él acompañe con una estela para no desafiar a los dioses (sólo un par de veces se rindió a la azul promesa del sildena y el dolor de cabeza no lo abandonó por tres días). Ya con la garganta en precalentamiento, le va a sacar de a uno todos los sufrires, porque Romina no tiene historias, tiene dramas y dramitas que desgrana en un tono neutro con una pátina ácida que la deja sonreírse de vez en vez, una forma de contar que divide a los interlocutores entre el miedo y el espanto, porque en ella todo da para placa roja de crónica pero lo cuenta con el profesionalismo y la seguridad de una presentadora de la deutsche welle. A él eso lo fascina pero también lo asusta, refrena la primera náusea (siempre fue flojo del estómago, su madre todavía recuerda cuando en días de crecida, allá en atalaya, al compás que subía el río vomitaba lo que tuviera a mano) y sigue mirándola sin verla, oliéndola a través de la madera de la mesa, de los levis gastados, de la tanga, del medio mundo y cuatro baldosas que los separan.

Enredado en la entretela de la memoria, buscando la punta del hilo que desande el camino que lo lleve del olor al roce de sus dientes y de ahí al brillo de la transpiración entre las sábanas usadas y a las uñas clavándosele en la espalda, en esa tarea está cuando escucha el teléfono.
Un mensaje de texto:
ya están los pasajes!

Dos horas faltan para ver a Romina y perderse entre sus sombras, un poco menos que las doce que faltan para viajar con su mujer en plan segunda luna de miel

buenísimo contesta nos vamos a querer en madrid

*

Se para en el borde del cordón de la vereda, balanceando el peso del cuerpo desde la punta de los dedos a los talones. Va y viene hasta que queda suspendida con los músculos en guardia, listos para dar un salto digno de zapatillas de punta y tutú. Pero está en el microcentro que todo lo ajusta y el envión sólo es de la mirada que como Mao da el gran salto hacia adelante y se choca con su propio reflejo recortado en el gris del ventanal financiero. Entonces ensaya poses: estira el cuello, mira sin ver hacia los costados, levanta el mentón desafiante. No es linda, pero tiene la habilidad de hacerte creer que sí (una vez le confesó a un amante que desde chica, cada vez que sale a la calle, se sale de sí y se ve a través del lente de una cámara que imagina ahora en ese zaguán, después en la ventana del bar, unas cuadras más allá en un poste de luz. Que camina en la búsqueda del plano adecuado para que desde el taxi que espera el verde su figura quede en marco, y tal vez se repita en la retina de ese nadie mucho más tarde). Se demora, el encuentro con Franco la tiene ahogada de bronca y pena desde hace días. ¿Cómo llegaron hasta ahí? La culpa la tiene ella, entrenada en las telenovelas de la tarde, debería haber sospechado que todo venía raro cuando la primera vez que él se acerco lo suficiente como para olerle el cuello, a sabiendas que en minutos más la iba a tener en cuatro en una cama alquilada a orillas de palermo, le escuchó un suspiro agudo y corto, como de llorona cansada en velatorio italiano. Demasiado teatro, pensó, pero lo dejó hacer.

Y ahora ahí está, sobre avenida de mayo, llenando una ficha con nombre falso. El conserje le avisa que es en el segundo piso. Ellos se van a querer en madrid, pero antes me coge en el Ritz piensa, mientras ensaya el último giro frente a la habitación 23, y sin golpear, entra.


*

Flora plancha y la mira como aquella vez, cuánto pasó? ya diez años? El limonero que ahora dibuja sombras chinescas a través del ventanal de la cocina no rankeaba ni para plantín cuando Franco hacía las valijas para pasar unos días de reflexión en la casa del country mientras ella se quedaba llorando abrazada al contestador donde había encontrado los mensajes de la otra.

Pasaron 10 y vuelve a pasar, pero ahora es diferente, Flora -tiene ganas de decirle mientras le acerca el apresto para que empape bien la ropa como a ella le gusta- Porque es como cuando voy al galpón del Ejército con Marita, recorro, miro, mido y entre todas las porquerías elijo esa silla thonet con las patas flojas y el esterillado comido por las ratas. Por qué traigo esa basura a casa si puedo comprar lo que quiera? Porque yo elijo salvarla. Esa silla destartalada con destino de relleno sanitario en el CEAMSE, inútil en su soledad de silla sin bar ni barra ni parroquiano que la acune, es rescatada por mí que la veo que está fallada pero la llevo igual, porque soy así: bu-e-na -y cree que se le escapó en voz alta, un buena vocalizado lento y abierto- Esa silla está en deuda por siempre, y aunque no se diga, en cada café servido antes de salir para la oficina, en cada toalla alcanzada al borde de la ducha, en el sexo de costado antes del buenas noches de la medianoche, en cada gesto está grabada la oración "Silla, no sos digna de que entres en mi casa, pero una palabra mía bastará para sanarte y hacerte pagar las cuentas de ésta, la anterior, la que viene y todas las vidas que imagines"

Todo eso le explicaría a Flora que la mira así, como hace diez años, pero se le hace tarde para llevar a los chicos al colegio y con esa mirada basta y sobra.