viernes, 16 de noviembre de 2007

Esperando el aguacero - II

Primero llegaba la langosta con su nube negra y aceitosa. Los repasadores olvidados en la soga, la escoba al costado de la bomba de agua, el diario en el banco de la plaza, todo era devorado en cuestión de segundos.
El crujir tic tic tic de las maderas resistiendo el embate de los bichos golosos enloquecía a las mujeres solteras. Asi contaba Doña Alicia que había nacido Nicanor, su único hijo. Allá por sus dieciseis, durante el paso de la manga, terminó entre los maizales con un papero. La cosecha se arruinó, el papero se fue a la vendimia y al poco tiempo llegó Nicanor, pelo grasoso, pocas luces y un hambre voraz. De ahi que al pobre los paisanos le dijeran "el hijo de la langosta" cuando pasaba por la vereda del boliche derecho al almacén.
Pero ni bien las doñas salían con el balde y la pala a juntar las migas del festin, el piso comenzaba a moverse.
Y no eran mareos ni temblores de bajotierra, eran miles y miles de sapos que salían vaya a saber uno de dónde a cubrir cada centímetro disponible. Si ni las paredes se salvaban, los sapos trepaban como sombras las casas de ladrillo a la vista, las cubiertas por cal y hasta las que sólo tenían paja y adobe.
Para los chicos del pueblo la llegada de los sapos era una fiesta. No paraban de patinar sobre los lomos lustrosos, y Don Aníbal el portero aseguraba a quien quisiera oirlo “estos son sapos extranjeros, mirelós, bien alimentados”...

No hay comentarios: