martes, 1 de abril de 2008

maldición

Ayer trataba de distinguir entre las nueces, los maníes y las almendras que venían en el platito que acompañaba al negroni si quedaba alguna castaña de cajú. Y mientras puteaba porque no las encontraba me acordé de dónde provenía el gusto (el de putear y también el de comer y beber).

Mi abuela fue una gran cocinera, de esas de gorro alto y delantal blanco. A decir verdad lo sigue siendo, pero ahora sólo a escala doméstica. Por esos días en que las ollas no tenían menos de 25 litros, las hornallas eran mecheros y los pollos se compraban por cajones, nació mi adicción. Apoyaba el mentón en la mesada de madera justo al lado de la cuchilla de Rosendo, el ayudante primero, ancho y alto como la puerta de la cámara frigorífica y el único varón en los dominios de mi nonna. Él se hacía el que no me veía, pero cada tres huevos de codorniz pelados, uno iba a parar al alcance de mis dedos largos. Cuando se enojaba su insulto era un Cachipeló tirado a la nuca de la que había osado dejar sucias las rejillas.
Detrás de la máquina de picar carne, con el mortero como apéndice de la mano izquierda, estaba la turca Sara. Era petisa y retacona, corta como patada de chancho decía mi abuela, pero insuperable en su habilidad con la masa filo (para el que la busque en el gourmet, los bon vivant la escriben phila). La turca cada vez que se le pasaban de tostado los bocaditos de seso escupía un Yijil, y yo contenta devoraba los demasiado morochos (en la cocina como en algunos barrios, los que se pasan de oscuros no son bien vistos).

Pero mi favorita era María. Alta y flaca, con el pelo renegrido y los ojos de un marrón con destellos de plata, se la pasaba cantando zarzuelas y invitándome a bailar fox trot en la jaula, el depósito al final del final de esa confitería inmensa. María era andaluza, traída dentro de una valija en un barco que naufragó en Brasil, y tenía un ojo a prueba de robos. En la jaula había millones de latas, botellas, manteles, vajilla, en un desorden tal que era imposible creer que con solo entrar María supiera que faltaban dos de atún del bueno y tres de palmitos. En ese momento salía a tranco largo para adelante al grito de A tomar por culo y me dejaba con la lata de castañas, sentadita en una pila de manteles para que las lauchas no me rozaran los pies. Al rato volvía acunando las latas a bailar y cantar como si nada hubiera pasado.

Pero sólo una vez la vi realmente enojada, no recuerdo si fue por la falta de botellas de kirsch o de latas de arenque. Salió al pasillo, la melena embravecida, y como perro de caza se frenó junto a la mesa central, miró directo a los ojos de Rosendo, y le gritó:

Ojalá te enamores!

Un silencio espeso que no llegué a entender en ese momento colmó la cocina. La turca Sara me agarró de la mano y me llevó al patio, yo no solté la lata de castañas. Después de un rato me animé a preguntar

Qué dijo María?

y Sara me contestó

Le echó encima la peor maldición gitana

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