viernes, 1 de febrero de 2008

Aldo y Roberto

Llegaron al pueblo al mismo tiempo que las romerías, una mañana polvorienta a comienzos de febrero. Entraron por la calle principal disimulados entre los carros que traían las carpas rojas y amarillas, detrás de las desvencijadas casas rodantes que avanzaban al ritmo de zarzuela por el boulevard reseco.
En la esquina, donde la plaza dejaba sólo dos alternativas, enfilar para el Prado Español junto a los gitanos y su bullanga o para la iglesia donde arrancaba la misa de once; justo ahí quedaron al descubierto en plena vuelta al perro. Uno de saco clarito y pantalón rayado tiro alto, el otro engamado en marrón chocolate con pañuelo blanco al cuello, los dos casi como en desfile del 25 de mayo, la espalda recta y media sonrisa al frente sentados sobre la volanta de la que asomaban raros artefactos repletos de cables y tubos. Aldo y Roberto habían llegado a Lobería.Avanzaron hasta el final del boulevard y frenaron justo al lado de la panadería, ahí donde hasta el mes pasado había funcionado la bicicletería de Don Pedro, el primer muerto del verano (porque los veranos en Lobería se contaban por las bajas. Éste venía flojo, el pasado había sido egipcio, siete plagas, siete cruces nuevas en el cementerio). Aldo y Roberto saludaron a todos los curiosos con sonrisas y cabeceos a diestra y siniestra, y comenzaron a bajar los artefactos uno a uno. Los chicos en ronda miraban el ir y venir y levantaban apuestas ¿es una radio?, ¿un televisor? no, eso parece una bicicleta. No pudieron llegar a una conclusión porque se hicieron las doce y el grito materno anunciando la mesa lista hizo que todos se dispersaran, no sin antes poner cara de puchero y juramentarse volver para descubrir el secreto de los recién arribados.Se hizo por fin la mañana del sábado y la vereda ya tenía lustre de tanta escoba porque la panadera no abandonaba la limpieza con tal de estar primera para cuando la persiana se levantara. Y asi fue, a las 10 el chirrido de la cadena sin aceitar dejó al descubierto la vidriera limpia y su cartel en dorado: Aldo Peinados. De la bicicletería cubierta de polvo no quedaba nada. El piso en damero, las paredes en machimbre hasta la mitad y el resto en celeste cielo, así lo llamaba Aldo intentando impresionar a cada vecina que pasaba por la vereda, chusmeaba, pero no entraba. Ingresando al salón, a la derecha, un sillón de cuerina roja esperaba a las clientas enfrentado a un espejo ovalado debajo del cual, en una repisa de fórmica blanca, descansaban los cepillos, redondos y finitos como limpia tubos, anchos y cuadrados como la alfombra de alambre de la puerta del almacén. A la izquierda, otro sillón mas pequeño, de cuyo respaldo salía un caño cromado que sostenía una especie de casco de metal con varios botones y luces, tapaba a medias la pileta de lavado. Hacia el fondo del local, detrás de un mostrador alto sobre el que se destacaba un cuaderno huemul de tapas celestes, la figura impecable de Roberto, en camisa amarilla y pañuelo turquesa al cuello, daba el toque final a la decoración.Pasó una semana y todo seguía en su lugar, menos la sonrisa de Aldo que no podía creer que no hubiera habido ni una clienta en siete días, ni siquiera el viernes que habían arrancado las romerías y el pueblo entero se emperifollaba para el evento. Roberto no se había movido del mostrador y seguía con su camisa y pañuelo al cuello en composé, aunque la quebradura de la cintura al pararse, el reposar pesado de las manos sobre el cuaderno, los ojos entrecerrados como las celosías de las casas a la hora de la siesta, eran signos evidentes del cansancio y la desilusión que lo embargaban.
Esa tarde bajaron la persiana con ganas de no volver a abrirla, Aldo Peinados resultaba un fracaso y ninguno de los dos podía explicarse el por qué. Caminaron callados, con las manos en los bolsillos, cruzando la plaza en diagonal hasta la puerta de la pensión, pero ahi nomás, tal vez por el rosado violeta del cielo que presagiaba final trágico como el de las fotonovelas, Roberto se frenó en seco y cual Scarlett O´Hara (porque asi se veía el cielo, justo como en el final de Lo que el viento se llevó), gritó: Esto lo soluciono yo.Aldo se quedó con el paquete de tortitas negras para el mate en la puerta de la pensión, viendo como los pies de Roberto encaraban presurosos hacia el final de la calle, justo a contramano de los vecinos que ya iban con las sillas al hombro para el Prado Español, donde esa noche tocaba la orquesta de Caló.
Al llegar a la puerta con cortina de plástico de mil tiras multicolores, Roberto no golpeó, se mandó para el fondo del zaguán oscuro donde el aire espeso dibujaba sombras de otro tiempo. Ahi estaba Nora, los labios empastados en rojo, a contrapunto con las mejillas blancas, flacas, esquivas a los besos. Lo recibió en ropa de fajina, el deshabillé a medio anudar.- No entran porque ustedes son hombres- Nora, me jorobás, ¿hombres?, ¿nosotros?- ¿Dónde te crees que estás?, ¿En la capital?, acá ustedes no seran machos, pero son hombres
- ¿Y qué hacemos?- Te mando a las chicas mañana, la petisa quiere permanente y la polaca a la garçon, prendele una vela a la Madre María para que funcioneRoberto agradeció la sinceridad de Nora, la saludó con un cabeceo y salió sin mirar para las piezas. Ya sabía qué tenía que hacer.Durante la noche ni Aldo ni Roberto pegaron un ojo. Uno porque no dejaba de moquear puteando el día en que se le había ocurrido desarmar la pieza de la calle Esmeralda y aparecer en ese pueblo perdido, el otro porque estaba muy atareado armando las valijas. Amanecieron los dos con las patas en la vereda esperando la volanta que los llevara a la estación. Cuando el guarda atronó con el silbato anunciando la partida, se despidieron con dos palmadas secas en el hombro. Pero Aldo no aguantó, se acercó hasta el estribo donde Roberto ya estaba trepado, le acomodó las solapas del saco azul alcanzando y le dio un beso en la sien justo antes de que el tren arrancara. Roberto no miró atrás.

Aldo continuó abriendo todos los días la peluquería, pero las únicas clientas que aparecían eran las chicas de Nora. Él se esmeraba igual, como si el salón rebosara de señoras reclamando por el brushing y la temperatura del secador.
Pasada la primer semana desde la partida de Roberto, ya no quedaba pelo por domar entre las chicas del quilombo. Las otras dos semanas fueron la muerte. A veces Nora venía por el local y le cebaba unos mates, pero la tierra se acumulaba en el tocador y sobre los cepillos sin estrenar que mantenían el brillo velado, como souvenires de lo que podría haber sido.

Al mes de la partida de Roberto, se acercó a la peluquería el pibe de Barrientos, el de la estafeta postal. Aldo le dio una moneda sin mirarlo, tan concentrado estaba en el sobre blanco con los bordes negros que el pibe le traía. Lo abrió con cuidado, sacó el papel doblado en cuatro, leyó atento y guardó el sobre y la carta en el bolsillo de atrás del pantalón. Garabateó algo en el cuaderno celeste, arrancó prolijamente la hoja, cerró la puerta y bajó la persiana. Cerrado por duelo decía el papel que dejó enganchado en la cortina metálica antes de enfilar para la pensión.Antes de que la noche se hiciera plena entre los plátanos de la calle principal, una comitiva de vecinas encabezada por la panadera, se presentó en la pensión para darle el pésame a Aldo. Pero la que abrió la puerta de la pieza fue Nora, toda de encaje negro, para agradecerles el gesto y anunciarles que la muerta era la madre de crianza de Aldo y que este se encontraba indispuesto por lo que no iba a poder recibirlas.

Pasaron dos días de encierro, un colchón de hojas se acumuló en la vereda de Aldo Peinados y el papel anunciando el cierre por duelo se terminó volando calle abajo. Para cuando las romerías se retiraron del pueblo y el tiempo volvió al paso cansino de todos los días, reapareció Aldo por la estación de trenes. De saco y corbata, los zapatos combinados en marrón y blanco, enceguecía hasta al señalero con el lustre de los gemelos. Llegó justo para el tren de las 10 que venía de Buenos Aires vía Empalme Tandil, trayendo al Turco Dulce repleto de encargues y los diarios en inglés para Brennan el cerrajero. Pero entre las nubes de polvo que levantaban los changarines se recortó una figura chiquita de vestido a la rodilla, manos enguantadas y sombrero sin ala. Aldo quedó duro en el lugar, los brazos tensos. La figura se acercó hasta casi pisarle la punta de los zapatos y ahi sí se perdieron en un abrazo. Ninguno de los curiosos que ya se arremolinaban en el andén llegó a ver el lagrimón huérfano que le quedó colgando de las pestañas a Aldo, pues se secó ligero con el revés de la solapa del saco y anunció a quien lo quisiera escuchar: Llegó mi hermana Lina, y para quedarse.Por la tarde, el cartel dorado de la vidriera de la peluquería cambió a Lina y Aldo Peinados. La primera en animarse a entrar fue la panadera que pidió una permanente bien pegada a la cabeza pero de rulo grande para que fuera fácil de peinar, y asi de repente, una a una empezaron a llegar todas las mujeres del pueblo. Lina era la encargada de lavarles el pelo, colocarles la capa de tela para que la ropa no quedara con rastros de pelusas y luego acomodarlas en el sillón rojo. Después se quedaba detrás del mostrador anotando vaya a saber qué en el cuaderno de tapas celestes mientras Aldo revoleaba las tijeras como poseído. El ritual se repetía todos los días, con intensidad diversa y punto cúlmine los sábados a partir de las tres de la tarde, cuando la peluquería era un hervidero y había que traer sillas prestadas para acomodarlas a todas.

Pero como en todo rito, algo misterioso se desataba todos los días entre el entramado de secadores, cepillos y revistas de moda. Cada tarde, después de cerrar el salón, caminar a la par en diagonal por la plaza, saludar con medias sonrisas a cada vecino, Lina y Aldo cruzaban la puerta de la pieza, Lina se sentaba frente al tocador, Aldo por detrás como hacía con las clientas, y mientras le acariciaba las sienes empolvadas, le quitaba una a una las hebillas invisibles que agarraban el postizo rubio. Porque cada tarde en esa pieza, Lina se convertía en Roberto y cada mañana Roberto se convertía en Lina. Llegaron a creer que las señoras sabían y guardaban el secreto, porque como en todo rito, además de misterio, se necesitan cómplices.

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