miércoles, 3 de octubre de 2007

El ficus de enfrente

Sentado contra la ventana del bar, mientras su viejo lee el diario y cada 5 minutos relojea si el nivel del café con leche bajó, el pibe sigue atento al ficus de enfrente.

Esta rutina lleva unos dos, tres meses. Desde que el viejo sepultó la lengua más que de costumbre y la madre sale de la cama sólo para ir al baño, y a veces ni eso. A eso de las 7 encaran para el bar, y ahí se quedan hasta las 8, cuando suena el último timbre de la escuela, exactamente a tres puertas y un local, sobre la misma vereda.

El pitido agarra al viejo siempre a mitad de Deportes, putea bajito, lo agarra al pibe de la mano, lo deja en la puerta con un arrime que pretende ser beso a la altura del flequillo. Así todos los días. El bar, el café con leche, el diario, el arrime. Menos el ficus.

Incluso antes de descubrir el secreto, el pibe se dio cuenta que estaba ante algo raro. No era una planta cualquiera, como esas que ahora se secaban en el balcón de su departamento. Esta tiene una forma compacta, rectangular, de aristas perfectas. Algo en esa perfección, lo perturbaba.

Una mañana de esas iguales a todos los días, buscando la forma de que el timbre sonara más rápido, el pibe los vio.Un señor de traje y maletín parecido al que usaba su viejo hacía unos meses, y que ahora era reemplazado por el diario. Una señora, dos pasos más atrás, de cartera cruzada y largas piernas en cuadrillé.

Doblaron la esquina, casi al trote, y a la altura del ficus, desaparecieron. Esperó un rato, se restregó los ojos, pero asi y todo la pareja no apareció. Sonó el timbre y se fue a la rastra, los ojos fijos en la planta.

Van dos, tres meses. Y ya usó todos los dedos, hasta el chiquito del pie izquierdo. Está dispuesto a hablar.

El ficus de enfrente se traga gente, siempre de a dos. Y nunca vuelven.

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