martes, 1 de abril de 2008

doble del coco

Me despierto medio ahogada. Suelo dormir despatarrada y siempre termino con las sábanas hechas un bollo en los lugares más inesperados, asi que todavía con los ojos chinos tanteo el cuello para ver si tengo anudada la funda de la almohada pero no, increíblemente está todo como en cama del próximo número de Living Dormitorios.

Pego los tres saltitos hasta el baño, me lavo los dientes y después del tercer enjuague trago un buen sorbo de agua. En mi casa si querés tomar agua fresca no hay nada mejor que la canilla del baño, sale como de la bomba que había en el fondo de lo de mis abuelos, allá en extremadura sur. Pero nada che, tengo el desierto del sahara en el fondo de la garganta y el trago apenas pasa.

Ya camino al subte de mis desvelos, le echo la culpa al guiski, vengo un promedio jodido de dos punto seis al día, me veo haciendo el doblaje del Coco Basile para Fox Internacional. Mientras calculo cuánto cobraría y posta que no sería mala changa, llego woman del Callao a mi estación rendición. Esquivo al punga amigo, cabezazo-saludo al diariero, media sonrisa a la señora de seguridad del bar, y el puto ahogo que no se va.

Un O lé con dos medialungas le digo a la piba que se acerca en el bar de todas las mañanas y me dice Perdoname no te escuché

Un O lé con dos medialungas repito y la piba me mira como si estuviera ante una refugiada chechena sordomuda y ciega

En ese instante de cruce de miradas desconcertadas, siento que empieza a soplar viento en el magreb interior y que la arena avanza por la faringe. Que se atasca en las cuerdas vocales y acumulada se vuelve piedra. Que las venas del cuello se tensan, el tatuaje se ensancha, las mandíbulas aprietan. El ahogo afloja, y me largo a llorar.

Los dedos de Cata

Qué fingers, vení a mirar Paddy! gritó Stella girando la cabeza lo suficiente como para permitir que su voz finita y aguda como el chirrido de las verjas sin aceite que monopolizaban la cuadra se internase en la sombra fresca del corredor. Esa forma de girar la cabeza le producía a Cata, la dueña de los dedos, una sensación de malestar corto pero tenaz, como cuando comía helado directo del cucurucho sin la mediación de la cuchara. Nunca pudo explicarlo muy bien, pero llegó a pensar que el dolor agudo que comenzaba en las encías y subía hasta la sien tenía que ver con la combinación de ese cuello de goma que parecía inhumano, de títere de kermese (siempre le había tenido miedo a cualquier tipo de muñeco) con ese agudo que remitía a vigilancia, pues ninguna casa de la cuadra aceitaba las clavijas en una suerte de autocontrol vecinal por el cual todos sabían siempre quién entraba, quien salía, a qué horas y por cuánto tiempo.

Mientras Cata intentaba en vano zafar sus manos de entre las manos de Stella, la oscuridad comenzó a tomar forma. Primero como de fantasma de sábana de dos plazas, después de oso ancho y retacón como el de los dibujitos a la hora de la leche, hasta que salió al pleno sol guacho de las tres de la tarde un hombrecito que pegaba en el poste de ser enano.

Cata decidió no mirarlo, pero cuando Paddy tomó sus manos blancas entre las de él, no pudo evitarlo. Esperaba encontrarse atrapada entre dos pasas de uva resecas pero se sorprendió con el agarre amigable, firme pero no brusco de dos manos suaves y blandas. Entonces subió por el brazo gordo hasta el lugar donde debería haber estado el hombro y el comienzo del cuello pero se encontró con una cabeza cuadrada, desmedida y con un ojo grande, celeste y perfectamente redondo como el botón huérfano del batón de cualquier abuela al sur del riachuelo. Del otro ojo, sólo un tajo zurcido. Entretanto, Paddy hizo su propia inspección sin prestar atención a los saltitos ansiosos que Stella daba en el lugar, miró las manos de costado, de frente, por arriba y por debajo y dio su veredicto:

Si, empezamos mañana

Así fue como Cata comenzó a salir de su casa todas las siestas, y luego de amortiguar el agudo de la puerta poniendo el empeine del pie por debajo de la reja justo antes de correr el pasador, trotaba sin mirar a los costados por el corredor oscuro y fresco hasta la habitación del fondo donde la esperaba Paddy rodeado de pilas de partituras, Stella sirviendo el té frío y en el centro, el piano. Al mes logró tocar el Claro de Luna con los ojos cerrados, Paddy sólo gruñía pero por el golpecito acompasado sobre la carpeta de solfeo, ella supo que estaba contento.

La rutina se quebró un domingo antes de que terminara el verano. Cata entró como siempre, intentando silenciar a la verja delatora, pero no llegó al fondo. En el zaguán estaban Paddy con su ojo de faro viejo apuntando a la nada y Stella bamboleándose en la silla de atrás hacia adelante con un impulso tal que las moscas que intentaban una parada táctica a la sombra salían chocándose espantadas.

Para vos, disparó Paddy directo a las manos de Cata un paquete rectangular envuelto en papel metalizado azul. Todavía asombrada por el recibimiento, intentó despegar con cuidado cada una de las tres tiras de cinta scotch pero las manos le temblaban mucho. Stella no aguantó la espera y en un envión para adelante estiro las manos con las uñas listas y se llevó el papel entero. Lo que quedó al descubierto fue lo más lindo que Cata había visto (y lo que habría de ver) en mucho tiempo: un piano sostenido por unas patas torneadas con el final en malaquita y con una tapa patinada en celeste coronada por una delicada guía de flores que terminaba ahi justo donde arrancaba el teclado.

Es de juguete pero ya vas a tener el de verdad, hoy andá y jugá un rato le dijo Paddy en un arranque de verborragia antes de entrar y despedirla hasta mañana. Cata se fue abrazada a su tesoro y hasta que llegó a la esquina de su casa hizo rechinar cada puerta de reja para que todos la vieran pasar. Entró derecho a su pieza y se sentó a practicar con los índices el Claro de Luna en las teclas diminutas. No tardó mucho en aparecer su hermano Toti, un moreno flaquito y nervioso que no paraba de moverse ni dormido consecuencia de, según la tía Lita, un disgusto de la madre justo antes de parirlo. El Toti revoloteaba sacudiendo los brazos como hélices de helicoptero con parkinson intentando llamar la atención de Cata, pero nada distraía a la concertista que se imaginaba en una sala dorada y roja como esa de la foto que le mostraba Paddy en la enciclopedia El Ateneo. Después de intentar con los saltos de rana, el ruido de pedos artificiales apoyando los labios en la cara interna del brazo y hasta el molesto no te toco, el aire es libre, el aire es libre y ante la ignorancia impertubable como única respuesta por parte de su hermana, Toti eligió el camino directo, manoteó el piano y salió corriendo para la cocina.

Cata se paró de un salto y siguió al bulto que a los gritos festejaba ahora sí me das bola y en un recodo del living, justo a la altura del aparador, alcanzó a arañarle la espalda pero no lo suficiente como para detenerlo. Toti acusó recibo con un alarido digno de película de terror de sábado a la noche y se trepó a la mesada, así los encontró la madre que llegaba arrastrando una joroba de pena y la cartera, a cual de las dos más pesada.

Las palabras se le atoraron a Cata piano mío Toti de verdad voy a tener uno y el pequeño no dejaba de gritar, asi que como en esas escenas que uno ve a la distancia y cree que no, que las soñó en una noche de fiebre o de cena muy pesada, la madre tomó el piano de entre las garras de Toti, lo depositó en el suelo de la cocina y de un pisotón lo partió a la mitad:
Ahora hay piano para todos

Toti se fue corriendo a prender la tele mientras la madre abría la heladera para ver qué cocinaba. Cata se quedó arrodillada al lado de las maderas rotas, clavándose las astillas bien profundo entre los dedos, hasta verlos sangrar.

maldición

Ayer trataba de distinguir entre las nueces, los maníes y las almendras que venían en el platito que acompañaba al negroni si quedaba alguna castaña de cajú. Y mientras puteaba porque no las encontraba me acordé de dónde provenía el gusto (el de putear y también el de comer y beber).

Mi abuela fue una gran cocinera, de esas de gorro alto y delantal blanco. A decir verdad lo sigue siendo, pero ahora sólo a escala doméstica. Por esos días en que las ollas no tenían menos de 25 litros, las hornallas eran mecheros y los pollos se compraban por cajones, nació mi adicción. Apoyaba el mentón en la mesada de madera justo al lado de la cuchilla de Rosendo, el ayudante primero, ancho y alto como la puerta de la cámara frigorífica y el único varón en los dominios de mi nonna. Él se hacía el que no me veía, pero cada tres huevos de codorniz pelados, uno iba a parar al alcance de mis dedos largos. Cuando se enojaba su insulto era un Cachipeló tirado a la nuca de la que había osado dejar sucias las rejillas.
Detrás de la máquina de picar carne, con el mortero como apéndice de la mano izquierda, estaba la turca Sara. Era petisa y retacona, corta como patada de chancho decía mi abuela, pero insuperable en su habilidad con la masa filo (para el que la busque en el gourmet, los bon vivant la escriben phila). La turca cada vez que se le pasaban de tostado los bocaditos de seso escupía un Yijil, y yo contenta devoraba los demasiado morochos (en la cocina como en algunos barrios, los que se pasan de oscuros no son bien vistos).

Pero mi favorita era María. Alta y flaca, con el pelo renegrido y los ojos de un marrón con destellos de plata, se la pasaba cantando zarzuelas y invitándome a bailar fox trot en la jaula, el depósito al final del final de esa confitería inmensa. María era andaluza, traída dentro de una valija en un barco que naufragó en Brasil, y tenía un ojo a prueba de robos. En la jaula había millones de latas, botellas, manteles, vajilla, en un desorden tal que era imposible creer que con solo entrar María supiera que faltaban dos de atún del bueno y tres de palmitos. En ese momento salía a tranco largo para adelante al grito de A tomar por culo y me dejaba con la lata de castañas, sentadita en una pila de manteles para que las lauchas no me rozaran los pies. Al rato volvía acunando las latas a bailar y cantar como si nada hubiera pasado.

Pero sólo una vez la vi realmente enojada, no recuerdo si fue por la falta de botellas de kirsch o de latas de arenque. Salió al pasillo, la melena embravecida, y como perro de caza se frenó junto a la mesa central, miró directo a los ojos de Rosendo, y le gritó:

Ojalá te enamores!

Un silencio espeso que no llegué a entender en ese momento colmó la cocina. La turca Sara me agarró de la mano y me llevó al patio, yo no solté la lata de castañas. Después de un rato me animé a preguntar

Qué dijo María?

y Sara me contestó

Le echó encima la peor maldición gitana

desvelo

despertar con la boca seca
las ganas atragantadas
bautizando las sombras de la madrugada
las letras, los ruidos, la rima
todo aparece con el tiempo justo
para que la memoria arrecie
y si en el instante fatal
la birome no arranca
el papel no está
los fantasmas ahuyentan recuerdos
queda la ilusión
del poema perfecto
lo que pudo ser
y se llevó el sueño