jueves, 26 de julio de 2007

de teros, palmeras y grillos

Recreo largo, colegio enorme lleno de secretos y lugares prohibidos. El ombú era la línea divisoria entre la legalidad y los márgenes lúmpenes del polideportivo que nunca fue y murió en baldío.
La primavera había sorprendido y las maestras no salían del letargo debajo de los ventiladores, en el salón que quedaba pegado a la dirección. Salir al patio implicaba sudar en los mocasines negros cerrados y las poleras de morley.
Esa complicidad con el sol era nuestra llave al paraíso. Trepar el alambrado que cercaba al ombú, meternos dentro de la rueda de tractor y rodar por todo el campito, tomar por asalto el vivero abandonado y jugar a una nueva escuela, a un nuevo orden sin orden y sin tiempo, sin reglamentos ni sotanas amenazantes.
Pero esa primavera el campito recibió nuevos visitantes, varias familias de teros okupas que defendían a grito amenazador sus rancheríos de pasto. Teníamos que compartir nuestro mundo, pero todavía no sabíamos de eso. Así que me envalentoné como solía hacer cuando estaba cagada en las patas pero no quería que se me notara y encabecé la expedición a los nidos, con Sebas y Josele de reclutas (el primero me seguía porque estaba loco, el segundo porque estaba locamente perdido en mi, cosa que me confesó siglos después), dos palos y mucho silencio.
Un poco por precavidos (llegar arrugado no era lo mismo que llegar con un agujero a casa) y otro poco por querer customizar el momento, mis compañeros de aventuras se habían quitado los guardapolvos anudándolos en sus cabezas. Yo emulando al Facundo, lo usé de poncho al viento.
Los teros nos dejaron venir, y cuando casi estábamos asomando a sus secretos, salieron en un despliegue de alas que oscureció el cielo.
El revoleo de palos y guardapolvos sólo hizo que un tero chúcaro se empecinara con mi palmera, hasta que las patas le quedaron enredadas entre los rulos. En el patio lejano ya todos estaban esperando, el griterío de teros y pibes era el anuncio de que alguna se avecinaba.
Yo corrí como cuando estrenaba zapas nuevas, pero no fue suficiente. El tero seguía ahí agitado y aleteando furioso. El ingreso al patio fue lo mejor: pibes, maestras y monjas que miraban a la niña freak con una mezcla de horror, extrañeza y temor.
Ya no puedo recordar cómo terminó todo (mi paso por la escolaridad tuvo muchas de estas historias), pero sí puedo decir que después de ese día se han enredado en esta palmera otros pajarones, más necios, más chúcaros. Y que esa mirada de los asistentes al show en el patio se repitió muchas otras veces (hasta el día de hoy me toco la palmera para constatar que el tero no sigue ahí).
Ahora voy con la palmera llena de grillos, que me cantan sotto voce hasta que duermo.

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