Puedo decir que aprendí a putear y a comer casi al mismo tiempo, y no en mi casa sino en el trabajo de mi abuela.
Mi abuela era como cualquier abuela, de esas que te llenaban de caramelos y se paraban en todas las vidrieras del barrio para ver qué te podían comprar, pero también era esa señora que se iba a trabajar a las cuatro de la mañana cuando los perros todavía duermen y en la calle no hay ni sombras. Era cocinera, de esas de gorro alto blanco y delantal atado firme en la barriga, con su sola presencia parecía que hasta el humo de las ollas salía ordenado en la cocina. Entre el personal de la confitería le decían la comisaria, hombres y mujeres le temían por igual, algunos decían que el filo de sus cuchillas era casi igual que el de su lengua. Ella lo sabía y se reía, creo que le gustaba que le tuvieran miedo.
Por esos días en que las ollas no tenían menos de 25 litros, las hornallas eran mecheros y los pollos se compraban por cajones, aprendí comer y a putear así, al por mayor. Apoyaba el mentón en la mesada de madera justo al lado de la cuchilla de Rosendo, el ayudante primero, ancho y alto como la puerta de la cámara frigorífica y el único varón en los dominios de mi abuela. Él se hacía el que no me veía, pero cada tres salmones fileteados, una lonja iba a parar al alcance de mis dedos largos. Mudo, casi nadie le conocía el tono de voz, salvo cuando alguna osaba dejar sucias las rejillas, entonces ronco decía Cachipeló vení pa cá a la nuca de la culpable. A mí me resultaba divertido cómo sonaba y me había inventado una canción que repetía mientras saltaba al elástico en el patio de la escuela cachi peló cachi peló, mientras hacía la tijereta. Mis días de cantautora duraron poco, la señora del kiosquito, que era correntina como Rosendo, advirtió a la maestra y me pidieron el cuaderno de comunicaciones. Mi abuela me hizo prometer que sólo iba a volver a cantar cachipeló en las vacaciones de invierno y los feriados escolares. No entendí por qué pero dije que si, y enterré mis ganas de ir a Cantaniño con mi hit.
Detrás de la máquina de picar carne, con el mortero como apéndice de la mano izquierda, estaba la turca Sara. Era petisa y retacona, corta como patada de chancho decía mi abuela. La turca cada vez que se le pasaban de tostado los bocaditos de seso escupía un Yijil, y yo contenta devoraba los demasiado morochos. Una vez le pregunté por qué separaba a los más oscuros y me dijo que en la cocina como en algunos barrios, los oscuros no eran bien vistos. Le quise preguntar también qué era Yijil varias veces, pero cada vez que arrancaba a preguntar me ponía a pelar huevos de codorniz, una de mis actividades favoritas. La sensación de meter las manos dentro del agua tibia para atrapar un huevo y después suave hacer crujir la cáscara hasta desprenderse me encantaba y me hacía olvidar por un rato de las preguntas.
A pesar de los mimos de la Turca, mi favorita era María. Alta y flaca, con el pelo renegrido y los ojos de un marrón que parecía común pero que cada tanto me dejaban ahogada de sorpresa porque podían lanzar destellos de plata (eso pasaba cuando cantaba y hacía palmas suavecito en la jaula para que no la escucharan). La jaula era el depósito que estaba al final del final de esa confitería inmensa. Era una habitación de ventanas tapiadas y con una pared de alambre hasta el techo que oficiaba de entrada. Ahí María, que era andaluza, me contó que la habían traído desde el otro lado del océano dentro de una valija porque a su mamá no le alcanzaba la plata para un pasaje más, que el barco en el que venía naufragó en Brasil, y que a la valija y a ella la encontró una familia que la trajo por tierra a Argentina. María tenía historias que empezaban divertidas y siempre terminaban tristes, pero ella me las contaba riéndose, eso me daba un poco dolor de panza pero también me gustaba. Otra cosa que me gustaba era su radar a prueba de robos. En la jaula había millones de latas, botellas, manteles, vajilla, en un desorden tal que era imposible creer que con solo entrar María supiera que faltaban dos latas de atún del bueno y tres de palmitos. En ese momento salía a tranco largo para adelante al grito de A tomar por culo mientras me dejaba comiendo castañas de cajú sentadita en una pila alta de manteles para que las lauchas no me rozaran los pies. Al rato volvía acunando las latas recuperadas a bailar y cantar como si nada hubiese pasado.
Sólo una vez la vi enojada. En la cocina todo estaba igual salvo por Rosendo que silbaba un chamamé rápido y dulzón. Yo me acordaba que en un capítulo de Daktari dormían a unos leones bravos haciéndoles escuchar unos discos, la música calma a las fieras, decía el señor que vivía en una casa en medio del África y algo debía saber al respecto, pero funcionaría allá porque acá, nada: María iba y venía por el pasillo que separaba la cocina de la jaula como una leona furiosa al ritmo de la silbatina de Rosendo, pensé que iba a dejar un surco en las baldosas. En un momento me pareció que se cortaba la luz y nos quedábamos a oscuras, pero no, era la melena negra embravecida de María que tapó hasta los tubos fluorescentes. El ir y venir se cortó y decidida enfiló hasta la mesa central, miró directo a los ojos de Rosendo, y le gritó: Ojalá te enamores!
Un silencio espeso colmó la cocina. Ni siquiera mi abuela abrió la boca. La turca Sara me agarró de la mano y me llevó al patio de la confitería, donde los panaderos improvisaban un picado con bollos de masa viejos. Yo me tragué de un puñado lo que quedaba de castañas pero no solté la lata, no quería hacer ningún ruido. Después de un rato me animé a preguntar: Qué dijo María, Turca? y Sara me contestó: Le echó encima la peor maldición gitana. Yo quise preguntar de qué se trataba pero Sara esta vez ni siquiera me mandó a pelar huevos, sólo me agarró las manos y las puso sobre su falda, reteniéndolas como si así retuviera también mi voz. No pregunté más.
Después de esa tarde, Rosendo se fue por unas semanas a Corrientes y a María mi abuela la puso a picar cebollas en la mesa central, bien pegadita a ella. Llegué a pensar que de tanto picar y llorar, María se iba a secar como las plantas del cantero de mi casa. Pasaron dos semanas, Rosendo volvió de Corrientes más colorado y callado y María volvió a cantar bajito pero ya sin bailar ni hacer palmas. Durante un tiempo ensayé todas mis monerías para ver si retomábamos nuestra rutina de tardes en la jaula, pero no hubo caso.
Al poco tiempo, el jefe de personal vino y avisó que María no iba a trabajar más. Yo sentí que la panza se me vaciaba de golpe: se fue sin despedirse, dije y mi abuela contestó mejor así. La miré con bronca y me fui cantando a los gritos cachi peló cachi peló corriendo para el fondo. Al rato apareció mi abuela en la puerta de la jaula con las llaves en la mano, yo tenía la cara tirante por las lágrimas secas y no quería mirarla. Abrió el candado, me alzó como cuando era chiquita y se sentó en unos cajones de coca cola vacíos, yo me acurruqué como pude en su falda, mis piernas arrastraban. Nos quedamos así un rato largo, hasta que me preguntó si quería castañas. Nos comimos juntas media lata.